Jueves, 8 de Deciembre de 2022

Ilegitimidad de la constitución borbónica de 1978. I

Primer episodio de la serie menor, las LEVANTINADAS, del podcast “El bien público”:
http://jurid.net/aud … -06_levantinada1.mp3

Miércoles, 19 de Octubre de 2022

ESCALOFRIANTE DISCURSO DE DON JOSÉ BORRELL FONTELLES

El ingeniero don José Borrell Fontelles, exbecario de las fundaciones Juan March y Fulbright, exalto cargo de CEPSA, exvoluntario sionista del Gal On kibbutz (”Israel”, o sea Canaán), exministro de Su Majestad, altísimo dignatario de la Unión Europea, ha pronunciado en la hermosa villa de Brujas, el jueves 13 de octubre de 2022, un discurso de tan arrogante, soberbio y amenazador eurosupremacismo que pone los pelos de punta y la carne de gallina.

¡Qué barbaridad! Con toda desfachatez se permite tratar a los no europeos como inferiores y amenaza a Rusia con una guerra de aniquilación.

Para remate desvela sus cartas, confesándose entusiasta secuaz y admirador del ideólogo que lanzó la guerra fría, George Kennan.

Tal discurso merece unas glosas, que ya escribiré. De momento invito a todos Uds a leer el discurso accesible en:

Jueves, 13 de Octubre de 2022

Estudios lentos (Slow scholarship) por John Lutz

Estudios lentos

Es probable que haya oído Ud. hablar del “Movimiento comida lenta”, la campaña de comensales, cocineros, jardineros, viticultores, agricultores y restauradores que han adoptado una postura crítica ante el cambio de nuestra sociedad, en la cual, para la mayoría, la comida es algo que se consume, en lugar de saborearse, sirviéndose y comiéndosese “rápidamente” de camino a hacer otra cosa. La “comida lenta”, por el contrario, es algo que se prepara con cuidado, con ingredientes frescos, locales cuando sea posible, y que se disfruta tranquilamente en torno a una mesa con amigos y familiares.

“Estudios lentos” es una respuesta similar a los estudios apresurados. Los estudios lentos se piensan, se reflexionan, siendo el producto de tal reflexión una especie de prueba de campo contra otras ideas. Se preparan cuidadosamente, con ideas frescas, locales cuando sea posible, y se disfrutan mejor sin prisas, solo o como parte de un diálogo alrededor de una mesa con amigos, familia y colegas. Al igual que la comida, suelen ir mejor con el vino.

En su afán por publicar en lugar de perecer, muchos académicos envían en algún momento de su carrera un artículo de conferencia a una revista que puede estar todavía a medio cocinar, puede tener sólo una chispa de originalidad, puede ser una ligera variación de algo que ellos u otros han publicado, puede basarse en datos que todavía son preliminares. Eso es un caso de estudios apresurados.

Otros académicos envían al mundo sus rápidas respuestas a una charla que han escuchado, a un artículo que han leído, a un correo electrónico que han recibido, a través de un Tweet o de un Blog. Eso es erudición rápida. Rápida, improvisada, fresca, pero no el producto de una honda reflexión, comparación o contextualización. El Tweetscape y la Blogosfera rebosan de primeras impresiones, a veces ociosas, a veces airadas, a veces chuscas, siempre precipitadas.

Surgen los Estudios Lentos de mi propia experiencia de tardar 17 años desde el inicio de mi doctorado hasta la publicación del libro que se originó en la tesis doctoral. Fue cuando ese libro ganó el premio Harold Adams Innis al mejor libro de Ciencias Sociales en Canadá, cuando empecé a reflexionar sobre los beneficios del largo viaje, las muchas reescrituras, la reconsideración y la investigación adicional que tuvo lugar durante esos años. Luego me di cuenta de que un par de tesis de maestría de las que fui examinador, que tardaron de tres a cinco años, eran piezas notables de erudición, muchas veces más valiosas que las tesis de maestría de uno y la mayoría de dos años, y he empezado a ver otros frutos de la erudición lenta.

En un mundo académico en el que los índices de citación cuentan cuántas veces se cita un artículo, y no si es un buen o mal ejemplo, el erudito reflexivo, que escribe un libro sólo unas pocas veces en su larga carrera, ha perdido prestigio y, dado que la remuneración suele estar vinculada a la frecuencia de publicación, dinero. Los estudios lentos celebran a aquellos autores que crean un pequeño pero poderoso legado.

Los estudios lentos son a los blogs lo que la “longue durée” de Braudel es a la historia de los acaecimientos. Una reflexión sobre las estructuras profundas, los patrones y las ideas que son los cimientos culturales de las manifestaciones diarias más transitorias y fáciles de observar. Si las entradas de los blogs son respuestas rápidas e instintivas, la alternativa “Estudios lentos”, el “Blog lento” o “Slog”, implican la publicación en la web de ensayos cortos y reflexivos, que han sido cuidadosamente pensados. Por lo general, no se publican más de un par de veces al año.

Los tweets lentos, o “Sleets”, son frases muy cuidadosamente elaboradas, que contienen tanto que casi pueden leerse como un poema o un haiku por sí solos. Aunque son frases cortas, no están limitadas a un número determinado de caracteres. Un Sleet es algo más que un destello lingüístico momentáneo. Un Sleet debe captar un pensamiento complejo, inspirar ese tipo de pensamientos en otros, y ser digno de conservarse para la posteridad.

Dr. John Sutton Lutz
Universidad de Victoria, Departamento de Historia

Martes, 16 de Agosto de 2022

Elogio del siglo XX. Segunda parte

Retomo hoy el tema que comencé a tratar el 11 de diciembre de 2021: ¿cómo valorar el siglo que nos ha precedido inmediatamente?

Lo cual, evidentemente, nos lleva a la cuestión de cómo evaluar el propio tiempo presente, puesto que nadie piensa que el mundo haya cambiado radicalmente en la noche de San Silvestre del 31 de diciembre de 2000 al 1 de enero de 2001. Nuestro mundo de hoy, en agosto de 2022, se parece muchísimo al de hace 25 años –si bien no desconozco, para nada, que en este cuarto de siglo también se han producido alteraciones, unas para bien, otras para mal.

Al considerar esta evaluación, hemos de tener claro que únicamente puede ser comparativa. No tiene sentido alguno otorgar una calificación a nuestro tiempo de 6/10 o de 9/10 o de 1/10 o cualquier otra salvo comparativamente a cómo valoramos tiempos pasados; p.ej., el de Filipo de Macedonia y su hijo Alejandro Magno, o el de Cicerón, o el de las invasiones bárbaras de los siglos V y VI, o la Baja Edad Media, o la época de la revolución francesa, o de la guerra de Crimea.

Los pesimistas siempre recitan sus lamentaciones y jeremiadas sobre lo mal que va el mundo. Según ellos, jamás hemos estado tan mal. Habría más hambre que nunca, más pobreza que en ninguna otra época, más desigualdad, más ignorancia, más guerras, más violencia, más sufrimiento; nuestra vida sería mucho peor que la de nuestros antepasados; los efectos imprevistos y perversos de nuestros inventos y adelantos habrían hecho de nuestro hermoso planeta un basurero que se degrada y que sucumbirá, víctima de nuestra incuria y avidez. Si la cantidad de vida se ha incrementado (pues nadie duda del considerable alargamiento de la esperanza de vida), su calidad se degradaría cada día; y, sobre todo, estaríamos caminando, aceleradamente, a estrellarnos contra el muro del cataclismo medioambiental.

También se habrían deteriorado las relaciones humanas. Antes la gente era más pobre, cierto, pero más feliz, porque no era tan ansiosa, se vivía más en armonía (armonía interhumana y armonía con la naturaleza); no se perpetraban tantos delitos, no había tráfico de drogas, ni delincuencia organizada, ni amenazas terroristas; no corría uno el riesgo de venir asaltado en la calle ni de sufrir robos en los domicilios. Y las nuevas epidemias revelan la inanidad de nuestra soberbia al enorgullecernos de los avances de la medicina y la cirujía modernas. Nuestras comodidades las estaríamos pagando caro, inmersos en una sociedad de consumo en la cual queremos más y más, siempre insatisfechos.

Todo eso carece de fundamento. Una pequeñísima parte de tales alegaciones puede estar basada en hechos; pero hechos que comparan un período recientísimo con otros algo menos recientes. Sí, es verdad que el avance dista de ser lineal y que, en algunos aspectos, los últimos años, o lustros, han visto una degradación; pero aun eso es secundario y perfectamente reversible, mientras que en casi todo la vida humana ha continuado mejorando, a pesar de los reveses, de los tropiezos, de los retrocesos aquí o allá.

Contrariamente a la fábula climatística, no vamos de camino a una catástrofe climática. Ni se avecina un estallido del planeta por la explosión demográfica. Ni aumenta el hambre. Ni hay más pobreza. Ni los efectos perniciosos de nuestros inventos son necesariamente irreversibles. Ni, en todo caso, superan a los efectos beneficiosos. Ni el planeta era antes tan bello y ahora tan feo. Ni hay previsión razonable alguna de agotamiento de los recursos naturales. Lejos de que haya más guerras o más violencia o más delincuencia, sucede justamente lo inverso: sin que esas plagas hayan dejado de afligirnos, hoy son muchísimo menores que en cualquier época pasada. Más gente que nunca vive en paz; más gente que nunca lleva sus vidas sin enfrentarse a la violencia y sin sufrir asaltos.

Es un rasgo innato de la psicología humana, enraizado en nuestra naturaleza, que sintamos como insuficientes todos los adelantos, todas las mejoras de nuestra existencia, todas las amenidades de la vida moderna. La vida es así –no sólo la vida humana. Siempre aspira a más vida; o sea, aspira a más y mejor, sin conformarse jamás. Las hormigas tienden a hacer hormigueros mayores, a expandirse; igual que a ampliar su radio de acción tienden las arañas, los gorilas, los pingüinos. Y los humanos. Sí, el hombre siempre quiere más, siempre aspira a más, pareciénole insuficiente lo conseguido.

Esa ansiedad no es reprehensible ni lamentable, sino al revés: es buena, porque, gracias a ella, lejos de quedarnos quietos, seguimos progresando. Sólo que tiene (como todo o casi todo) su reverso, su lado negativo: olvidarnos de cómo vivíamos antes, perder la perspectiva comparativa o sólo recordar, en una ensoñación pseudoanamnética, un imaginario mundo idílico y paradisíaco, que jamás existió. Si de algo sirve el buen conocimiento de la historia es para corregir esa falsa memoria, gracias a un verídico estudio compararivo.

Hay varios libros disponibles, muy bien escritos y perfectamente documentados, que exponen en detalle todo aquello en lo que la vida de nuestra especie hoy –en los últimos, digamos, 3 ó 4 lustros– es mejor que en cualquier época pretérita. Ni voy aquí a ofrecer una bibliografía (pues éste es un artículo de opinión, no un texto académico) ni voy, tampoco, a aportar en este escrito datos estadísticos, que el lector puede fácilmente procurarse por sí mismo –con tal de buscar un poco, no conformándose con lugares comunes y con eslóganes de los medios banales de desinformación.

Desborda el marco de este artículo (quedando para una tercera entrega) aportar consideraciones que avalan mi optimismo del progreso humano; un optimismo nada ingenuo y no exento de reconocer los no pocos aspectos negativos de la evolución social en los últimos tres decenios (aproximadamente), sobre todo en nuestras mentalidades; siendo lo peor, en ese deterioro de las mentalidades, nuestro pesimismo, los vaticinios apocalípticos que nos abruman y acongojan, hasta tal punto que, de tomar en serio a esos profetas de la destrucción, a uno sólo le quedarían ganas de acabar su vida lo antes posible para no estar ahí en el próximo y cataclísmico fin del mundo que se avecina.

No pudiendo, en un artículo, abarcar una temática tan amplia como aquella que subyace a mi debate con los pesimistas y agoreros, voy a limitarme aquí a la consideración de un único problema. Reconozco que, en efecto, la especie humana se enfrenta a una probabilidad de extinción por su propia opción vital, lo cual carece de precedente en su anterior existencia (una existencia de cientos de miles de años –acaso de más de un millón, de ser verdad que el homo sapiens y el homo erectus son únicamente dos variedades de una sola y misma especie, según sostienen algunos paleoantropólogos). Sólo que, al reconocer ese peligro, vienen refutados, precisamente, los usuales vaticinos catastrofistas, pues el peligro al que de veras nos enfrentamos es, justamente, el opuesto a la calamidad que predicen esos oráculos. Refiérome a la presunta explosión demográfica.

Lejos de estar ante una explosión demográfica –como nos quieren hacer creer los maltusianos, que son muchos–, de hecho la
amenaza real para la vida humana es la extinción de nuestra especie por disminución de nacimientos y el declive demográfico.

Hoy están en disminución demográfica la mayor parte de los países del extremo oriente (y, sobre todo, los principales, como la China, el Japón y Corea), toda Europa, otros países asiáticos, ya algunos del África austral y de la septentrional así como varios de Iberoamérica. Aquellos que no lo están, como los EE.UU., lo deben únicamente a la inmigración.

Las previsiones de los demógrafos (desde luego falibles) son las de que la humanidad alcance su máximo numérico entre 2050 y 2100, para iniciar entonces una curva de retroceso, cuya derivada (o sea, cuya inclinación) nos resulta hoy impredecible, siendo de temer que podría resultar acelerada; de ser así, la humanidad se extinguiría dentro de un par de siglos –o menos.

Los últimos humanos vivirían mal, muy mal. El declive demográfico produce un efecto indirecto: el envejecimiento de la población. De un lado, la esperanza de vida es cada vez mayor. No sólo por la disminución de la mortalidad puerperal, infantil y juvenil y por la reducción del número de accidentes mortales gracias a nuevos implementos técnicos (en el trabajo y en el transporte), sino asimismo por esos pequeños, pero cumulativos, avances en el nivel de vida, en el confort, en la alimentación y, sobre todo, en los tratamientos médico-quirúrgicos. No es sólo que mueran hoy muchos menos de 1 año o de 20 años o de 30; es que hay más octogenarios que nunca, más nonagenarios que nunca, más centenarios que nunca. Sin caer en la infundada ilusión de inmortalidad (que, por principio, es incompatible con la finitud de la vida, humana o no humana), nada impide hacer proyecciones de un incesante alargamiento de la esperanza de vida. Que ésta sea de ochenta, luego de 85 años, luego de 85 y medio, luego de 86, … Aunque nunca llegue a los cien, puede seguir creciendo sin parar. (Reccordemos la paradoja de Aquiles y la tortuga de Zenón de Elea.)

Ahora bien, evidentemente, si vivimos más pero somos menos, el resultado tiene que ser que somos más viejos. Y de hecho ya lo somos.

La edad mediana de los españoles después de la guerra civil era algo inferior a los 30 años. La de hoy va camino de los 50. Y todas las proyecciones hacen previsible, para dentro de no mucho, una edad mediana superior a los 60 años.

Que –gracias a la técnica actual, a la medicina y a los medios modernos de producción– resulte posible trabajar, ser útil a la sociedad y llevar una vida satisfactoria (no sin achaques, no sin dolencias de la edad), muy pasado el sexagésimo aniversario, eso es cierto; pero es una verdad de alcance limitado, por tres razones.

La primera es que, aun siendo así, las mentalidades, lejos de haber evolucionado al compás de esos cambios, en cierto modo han retrocedido, aspirándose hoy, más que nunca, a pasar en el ocio un luengo trecho final de la vida (que puede alargarse varios decenios); lo cual contrarresta poderosamente la posibilidad objetiva de continuar una vida productiva y seguir aspirando a nuevas mejores y nuevas aportaciones en edad avanzada.

La segunda razón es que, en cualquier caso, no deja de ser verdad que con la edad tiende a producirse un deterioro, un declive en nuestra productividad. No hay por qué condenar a nadie a la ociosidad forzosa sólo por su edad, pero no cabe esperar que, en general, los mayores sean los más creativos, ni los más audaces, ni los más enérgicos, ni los más innovadores, ni los trabajadores de mayor rendimiento; hay, naturalmente, excepciones y variaciones según el tipo de actividad laboral (y, aun dentro de las de tipo técnico o científico, significativas disparidades según las ramas y disciplinas); pero, sin duda, la ley del envejecimiento se impone, en unos antes, en otros después. Una sociedad de viejos está condenada a ser rutinaria, escasamente productiva, poco o nada innovadora.

La tercera y decisiva razón es que existen –siendo imprevisible que vayan a dejar de existir en un futuro hoy concebible– muchísimas tareas cuya realización exige el vigor, si no de la juventud, sí, al menos, de la adultez previa a la senectud. Acaso tal necesidad vaya disminuyendo a un ritmo que hoy nos resulta ininmaginable, pero, en la medida en la cual podemos hacer predicciones sensatas, eso no va a suceder al mismo ritmo que el envejecimiento, cuyos efectos ya estamos empezando a padecer.

Por consiguiente, es cierto que nos enfrentamos a una seria amenaza para la vida humana; sólo que no es, en absoluto, aquella con la cual nos asustan cada día los agoreros y los oráculos de la desgracia. No es el peligro de que, siendo demasiados, consumamos tanto que el mundo se agote o estalle o se haga un invivible estercolero. (Eso que expresa el popularizado eslogan de que estaríamos consumiendo nueve planetas.) Es el de que nuestra especie se extinga por haber decidido no procrear.

Realmente, hoy por hoy, no sabemos cómo el hombre afrontará esa amenaza. A lo largo de miles de millones de años de vida en nuestro planeta una miríada de especies se extinguían, mientras nacían otras nuevas. Podría ser que la nuestra se extinguiera muy pronto, víctima de su propia opción, de su pérdida de aspiración a perdurar.

Sólo que ese modo de extinguirse dudo que se haya dado jamás en especie alguna. Las especies se extinguen porque son derrotadas en la lucha por la vida, porque sus competidoras tienen mayor éxito en la selección natural, porque sus recursos son tomados por especies rivales, porque su medio natural se modifica sin que ellas consigan adaptarse al mismo ritmo. Seguramente es verdad que, en determinados entornos, muchos grupos de una u otra especie optan por reducir su procreación para sobrevivir como especie en un entorno de recursos escasos.

Hemos visto que no es ésa la previsión demográfica para nosotros. No es la escasez de recursos la que nos lleva a no engendrar bebés, sino un cambio de mentalidades. Hoy el modelo prevalente en la mayoría de los países es el de una pareja con hijo único, lo cual acarrea dividir a la mitad la población en una sola generación.

¿Tendrá eso arreglo? Confío en que sí. ¿Es un mero acto de fe, un pensamiento desiderativo? Me baso en la induccción. Existe un instinto individual (de vivir mejor y más), pero igualmente existen un instinto y un subconsciente colectivos. Los cambios de mentalidades son reversibles.

Son muy diversas las causas de esa desgana de nuestras sociedades modernas por la reproducción, que nos está llevando al envejecimiento masivo y a la contracción demográfica. Causas atinentes a los modernos medios anticonceptivos (que permiten desvincular la sexualidad de la generación), al papel de uno y otro sexo en la vida familiar y colectiva, a las aspiraciones de conjugar el bienestar hogareño con la promoción vocacional y laboral, a los costes crecientes de la instrucción, a la inestabilidad de los vínculos matrimoniales, al bajo compromiso familiar, a la pérdida de autoridad parental y así sucesivamente. Poquísimo éxito han conseguido, hasta ahora, las políticas públicas para –mediante incentivos tributarios y asistenciales–contrarrestar los efectos de tales tendencias. Y es que atacan los efectos, no las causas.

¿Vamos a negar la capacidad adaptativa humana? Sobradamente hemos demostrado tal aptitud a lo largo de los cientos de miles de años de nuestra existencia. Verdad es que, esta vez, emana de nuestras propias opciones el desafío. Estamos más acostumbrados a hacer frente a alimañas, temporales, inundaciones, sequías, epidemias, derrumbes, avalanchas y terremotos; cuando hemos luchado contra nuestros males interiores, lo hemos solido hacer contra oligarquías nocivas, depredadoras, que han atenazado (y siguen atenazando) nuestro crecimiento, nuestra expansión vital, con estructuras arcaicas, que nos entorpecen y nos paralizan, frenando nuestro progreso material y espiritual.

Esta vez el enemigo somos nosotros mismos. La sociedad ha de reaccionar contra una deriva que, ciertamente, no es gratuita ni fruto de una suma de veleidades o de antojos. El actual modelo vital, escasísimamente idóneo para la procreación, no es resultado de una mera yuxtaposición de egoísmos (si bien, desde luego, muchísimo cuenta el factor del egoísmo y del indivualismo). Hay otros factores, según lo he señalado más arriba.

Lo peor de todo es la escasísima conciencia que tenemos del problema. Resulta asombroso que tanta gente siga, a estas alturas, empavorecida por la imaginaria explosión demográfica, una explosión temida en el segundo tercio del siglo pasado, si bien ya entonces los demógrafos más avisados se percataban de que nunca llegaría, pues el extraordinario crecimiento de nuestra especie entre 1800 y 1970 pronto empezaría a perder celeridad (según estaba ya comenzando a suceder en los países más industrializados) para, después, invertirse; eso es hoy lo que efectivamente sucede en todo el mundo desarrollado, pero también en no pocos países subdesarrollados, con un movimiento de curva expansiva.

Tomar conciencia de un problema no lo resuelve, pero es condición necesaria para solucionarlo. Muéstranos la experiencia histórica cuán grandísima ha sido, reiteradamente, nuestra capacidad para idear soluciones, para modificar nuestras vidas en aras de más bienestar. Tales soluciones nadie las había previsto, ni se podían prever. Nadie había imaginado, antes que se inventaran, ni la electricidad, ni el telégrafo, ni la locomoción con energía mineral, ni las sulfamidas, ni los insecticidas, ni los abonos químicos, ni las cosechadoras mecánicas, ni los antibióticos, ni la telefonía móvil. Ni siquiera se habían previsto nuestras actuales políticas de bienestar social –con todo lo imperfectas que sean.

Así pues, hoy por hoy tampoco podemos prever las soluciones al problema de nuestro declive demográfico, que es nuestro mayor desafío.

No es el único. Hay otros. La posibilidad de una guerra termonuclear se había ilusoriamente descartado desde los cambios políticos en Europa oriental a fines de los ochenta. Sabemos hoy que en ningún momento ha dejado de existir. Verosímilmente no conllevaría el fin de la especie humana, pero quizá sí un retroceso civilizatorio de varios siglos. Hasta ahora el instinto de conservación colectivo nos ha salvado de tal peligro y yo confío en que siga haciéndolo. Pero una seguridad del ciento por ciento no la tengo.

Mucho me temo que nada nos ayuda a encontrar soluciones a nuestros más acuciantes problemas reales el pesimismo, la visión deformada y autoflagelatoria de la humanidad, asociada al catastrofismo y al alarmismo sobre problemas que, sin duda, existen, pero que con muchísimo distan de ser los más graves.

Jueves, 28 de Julio de 2022

¿Qué pensar de la guerra rusoucraniana? 1ª Parte: EL DERECHO PÚBLICO INTERNACIONAL

DEL DERECHO INTERNACIONAL A LAS RELACIONES INTERNACIONALES

Lorenzo Peña

Cuando, en el año lectivo 1998-99, cursé la asignatura de Derecho Público Internacional, DPI, me resultó la más atractiva y filosóficamente estimulante de cuantas había seguido hasta entonces. (Me refiero a la licenciatura en Derecho, cursada en la UNED de 1997 a 2004.) Y durante cierto tiempo seguí encandilado con su temática. Eran cinco los motivos de ese afecto.

El primero es que esa materia enseña que en el derecho la ley no es la única ni siempre la principal fuente; que hay muchas normas jurídicas que emanan de otras fuentes, como son los principios universales, la costumbre (que es vinculante cuando, habiendo alcanzado un cierto arraigo, las conductas ajustadas a la misma se han llevado a cabo con la opinio juris seu necessitatis, o sea con la convicción compartida de que, al atenerse a ella, se actuaba en virtud de una obligación, no de una mera rutina).

Esa pluralidad de fuentes venía, en cambio, un tanto opacada o empañada en otras asignaturas, que se impartían bajo la hegemonía ideológica del positivismo jurídico, en su versión más pura y dura, el legalismo, que desearía suprimir del derecho cualquier fuente salvo la ley –o sea el promulgamiento del legislador; cierto que hasta los más estrictos positivistas se percatan de que, si nunca el puro legalismo ha sido un modelo adecuado para el derecho, hoy lo es menos, no quedándoles más remedio que: (1) –así sea a regañadientes– admitir la pluralidad de poderes legislativos en conflicto (eso en el orden jurídico interno); (2) reconocer la penetración del derecho internacional en el derecho interno (que simplísticamente resuelven abrazando el monismo –mientras que yo en seguida profesé el dualismo y lo sigo profesando); y (3) conceder que, expulsada la costumbre por la puerta, ha vuelto por la ventana (ya que el derecho mercantil actual le restituye un papel signficativo en la determinación de las reglas jurídicas aplicables por los tribunales y, sobre todo, por los jurados arbitrales).

Desde luego nadie duda de que la costumbre y hasta (en alguna medida) los principios universales del derecho son fuentes positivas, o sea puestas por un poder legiferente, que es el cúmulo de los propios justiciables –en lugar de ser una asamblea deliberativa o un autócrata. Sin embargo, su admisión como fuentes del derecho resquebraja algunas de las ventajas que suelen esgrimirse a favor del positivismo jurídico .

El segundo motivo de mi querencia al DPI es mi profundo pacifismo. Justamente en esa asignatura aprendí la sinuosa evolución jurídico-internacional en el problema de la guerra y la paz. Mientras el derecho público de la cristiandad estuvo bajo la égida de la doctrina católica (profesada, ciertamente, con muy dudosa y escasamente sincera convicción), oficialmente se reconocía la diferencia entre guerra justa y guerra injusta, habiéndose consagrado al tema de la guerra y la paz muchos grandes tratadistas, especialmente Vitoria y Grocio, pero también Leibniz.

En la práctica, esos principios del derecho cristiano y canónico que condenaban las guerras injustas carecieron de efecto pacificador, porque los soberanos siempre hallaban pretextos para sus agresiones y, además, porque incluso la aceptación de boquilla de la preceptividad de la paz, lejos de constituir –ni siquiera sobre el papel– la única o suprema norma de las relaciones internacionales, coexistía con normas contrarias, como la legitimidad de la conquista y de la expansión territorial.

A ese tiempo sucedió otro (desde el siglo XVII) en el cual se abandonó completamente el distingo entre guerras justas e injustas. Cada estado lícitamente determinaría si una guerra era justa o injusta desde sus propios intereses, sin tener que justificarse ateniéndose a principio alguno del derecho internacional. Eso dura hasta finales del siglo XIX. Paradójicamente, entre 1899 y 1945 –ese amargo período de dos guerras mundiales muy próximas entre sí– prodúcese en los espíritus y en el propio DPI una evolución (en parte como reacción a aquella doble tragedia) que, de las dos conferencias de La Haya conduce a la Carta de la ONU, con una progresiva ilegalización de la guerra (salvo cuando sea defensiva). Volvíamos a la diferencia entre guerra justa e injusta, pero ahora con expresa prohibición de toda legalización de la conquista y de cualesquiera otros principios hasta entonces admitidos, como el interés nacional (interés que permitía la expansión territorial, como la que esgrimía Luis XIV en sus guerras de conquista, frente al cual Fénelon exclamará “De proche en proche, on ira jusqu’à la Chine”).

En ese sentido resultábame magnífico que la Constitución de la República Española de 1931 renunciara a la guerra como instrumento de política, lo cual no ha hecho, en cambio, la actual constitución monárquica de 1978.

Aquel año 1999 fue el de una nueva guerra de agresión de la NATO para destrozar y fragmentar a Yugoslavia (lo poco que quedaba de ese país, previamente atacado y desmembrado en el conflicto de Bosnia). En el año 99 el pretexto fue apoyar a los separatistas albanos de Cosovo, comarca serbia con mayoría albanófona. Esos separatistas se habían levantado en armas, aduciendo viejas reivindicaciones irredentistas, que se remontaban a las guerras balcánicas de 1912-13 –e incluso a un conflicto étnico de muchos siglos atrás. Mi estudio, principalmente, de Vitoria y Grocio me hizo comprender que, cualesquiera que fueran la justicia o la injusticia de las pretensiones de unos y otros en ese conflicto interno, nunca podían justificar una guerra desde el extranjero. Vitoria es claro, condenando las guerras de conquista españolas en las Indias: aquellos pueblos estarían mal gobernados, sus autoridades serían inicuas y opresivas, pero no eran gentes que vivieran en la barbarie. Ni siquiera la práctica del canibalismo justificaba atacar a esos estados. Las violaciones de derechos humanos fundamentales nunca son –de suyo y por sí solas– motivos válidos de intervención dizque humanitaria, porque los males de la guerra son siempre mayores.

Además, no sólo era la segunda guerra contra Yugoslavia esa agresión de la NATO, sino que, además, su pretexto –la presunta limpieza étnica y el genocidio antialbanés de que infundadamente la prensa occidental venía acusando a las aurtoridades yugoslavas– se reveló mendaz en cuanto las tropas occidentales ocuparon el terreno. Enorme desilusión fue para los periodistas (mejor dicho, propagandistas de la doxa oficial occidentalista) rastrear los campos cosovares sin hallar para nada las presuntas fosas donde estarían enterrados decenas de millares de albaneses exterminados por Milósevich, según lo habían proclamado al unísono todos los medios occidentales machaconamente.

Al margen de esa calumnia, lo esencial era el principio mismo. En el derecho internacional únicamente es lícita la guerra defensiva. Y ésa de 1999 era ofensiva.

Habían venido precedidas las dos guerras de la NATO contra Yugoslavia por dos guerras emprendidas por los Estados Unidos y sus aliados occidentales: Somalia (1992-93) e Iraq (1991); unos años después, Afganistán –una guerra de conquista que ha durado cuatro lustros, saldándose en la derrota occidental.

Más tarde vendría la nueva agresión antiiraquí de 2003. En algunas de esas guerras los occidentales adujeron su presunto carácter defensivo, como legítima defensa en el caso de Afganistán y guerra preventiva en el de Iraq. (Tales patrañas las he refutado en otros escritos; el lector puede buscarlos (accediendo a mis dos espacios web, “Bonum commune” [http://jurid.net] y “El bien público” [http://eroj.org].) Posteriormente, la guerra contra Libia más diversas intervenciones armadas.

Resumiendo, el pacifismo fue la segunda de las causas que me llevaron a profesar un gran afecto al DPI, pisoteado y conculcado por el Occidente una y otra vez (para no hablar ya de los satélites del Occidente como Israel).

Pero hay algo más, que he de señalar a este respecto. Al optar, hacia 1994-96, por imprimir a mi carrera académica un giro jurídico (mientras que, hasta entonces, mi itinerario discipllinar había venido consagrado a la lógica y a la metafísica, principalmente), hícelo convencido de que lo que puede mejorar la sociedad es el derecho; que, si el filósofo quiere no limitarse a teorizar, sino que, además, aspira a devolver a la sociedad algo que le sea útil y que ella pueda absorber y aprovechar, lo mejor es desarrollar doctrinas sólidas y racionales, capaces de fundar el derecho y de perfeccionarlo. La lucha por el derecho (célebre obra de Ihering, Der Kampf ums Recht) convertíase así en tarea filosófica. Sólo que, en mi caso, eso implicaba también rebatir el positivismo jurídico, rehabilitando el derecho natural.

La juridificación positiva de la obligatoriedad de la paz –obligatoriedad que siempre había existido en el derecho natural, mas no siempre en el positivo– iba en esa dirección, erigiéndose para mí en una tarea práctica, a la cual contribuí cuanto pude (en una época de mi vida en la cual, no sólo gozaba aún de mayor vigor que ahora, sino que vivía en un entorno cuyas mentalidades eran diversas de las actuales, nada propicias para tales luchas).

El tercer motivo por el cual me sedujo –con especial fuerza atractiva– el DPI fue que condensaba y expresaba, de manera particularmente límpida y explícita, principios básicos del derecho, como el de confianza legítima, que no figuran con claridad en las exposiciones de otras materias jurídicas. Ese principio nos obliga a no ir contra los propios actos. En el DPI es el del “estopel”: ningún estado puede, legítimamente, dar un viraje a su política exterior (e incluso interior, si repercute en la exterior) cuando, en virtud de sus propios actos precedentes, ha generado en otros estados una expectativa razonable, la cual se verá frustrada o amenazada por ese giro.

Otro principio iportantísimo en el DPI es el de que los pactos (y pacta sunt servanda) no son únicamente los tratados escritos, sino también los acuerdos verbales e incluso los compromisos no expresamente enunciados, pero sí manifestados por hechos, que generan una costumbre vinculante. Otro principio más es que no cualesquiera tratados son lícitos; en particular están prohibidos aquellos que se realizan en perjuicio de terceros, constituyendo para ellos una amenaza (o violando previos compromisos internacionales).

Mi cuarta razón para entusiasmarme con el DPI era que en él –a diferencia de lo que sucede en la impartición de las demás ramas del derecho– viene expresamente recnonocida la existencia de grados de juridicidad o de vinculatividad (grados de constreñimiento, podríamos decir): hay, de un lado, un jus cogens y, de otro lado, normas con menor grado de obligatoriedad o preceptividad. Así, p.ej., sin tener un mero valor de exhortaciones morales, sino poseyendo vigencia jurídica, están las grandes resoluciones y declaraciones de la ONU –como la Declaración universal de los derechos humanos de 1948–, que, no obstante, revisten menor fuerza constriñente que los tratados (en este caso, que los dos pactos internacionales de derechos humanos de 1966).

Mi quinto y último motivo de querencia al DPI era la noción de responsabilidad internacional. Cierto que no estuve muy de acuerdo con los tratadistas del DPI que sostienen que, en la responsabilidad internacional de los estados, no cuenta el principio de buena fe ni, por consiguiente, es pertinente la culpa, pues dizque los estados no incurrirían en culpa (ni en dolo ni en negligencia). Pienso que esa idea está ampliamente superada hoy, cuando (con fortísimas resistencias, cierto, de la doctrina mayoritaria) se admite, en el derecho penal, la responsabilidad criminal de las empresas y otras personas jurídicas, pues la culpa de los directivos se comunica –en determinados supuestos– a la persona jurídica que dirigen. Otro tanto sucede, a mi juicio, con los estados e incluso con las coaliciones de estados.

El principio de la responsabilidad internacional me hizo comprender que cada estado vive en una interconexión con los demás, no siéndole lícito adoptar cualquier medida de política interior o exterior que le plazca, afecte o no a estados vecinos. Ha de venir reparado el daño ilícito (p.ej. la contaminación ambiental), siendo legítimas las represalias.

Esos principios del DPI eran útiles para mejorar la vida colectiva de la humanidad; una comunidad inorganizada, cierto, pero no inexistente.

Lo óptimo sería una república planetaria, la respublica generis humani de Vitoria, pero el jus gentium posee una vigencia jurídica (jurídico-natural y hoy también jurídico-positiva). La sociedad internacional no está totalmente desorganizada, no es una jungla donde sólo vale la ley del más fuerte.

Frente a esa mi visión (de la cual hoy, en parte, me retracto, considerándola un tanto idealista), existía otra postura: la escuela realista de las relaciones internacionales, para la cual no hay una comunidad internacional, sino que el campo de las relaciones interestatales es el estado hobbesiano de naturaleza, donde la ausencia de un poder coercitivo determina que cada cual puede actuar según sus intereses, al menos vitales.

Ese realismo me resultaba un tanto repulsivo, viendo en él un justificador del imperialismo estadounidense, en particular, y occidental, en general; una amenaza a los progresos jurídicos de humanización y pacificación.

En aquel período mi gran ídolo era Georges Scelle, el teórico francés del DPI que había aplicado el solidarismo de Léon Bourgeois y Léon Duguit al terreno de la política exterior y de las relaciones internacionales. El descubrimiento del solidarismo había constituido para mí un enorme avance en mis ideas políticas y en mi ideario social durante los años noventa, ofreciéndome una alternativa más factible al socialismo marxista de mi juventud; lo cual no quiere decir que mis ideales se ciñeran a las metas trazadas por esos dos pensadores franceses. Para mí, cierto, el principio de solidaridad debería (a largo plazo, sin duda) avanzar mucho más allá, llegando, en última instancia, a anular la propiedad privada.

En la arena internacional, la solidaridad quedaría para un futuro más o menos remoto, el de una república terráquea, un mundo sin fronteras. De momento, estaba ese sucedáneo del DPI, que, a falta de solidaridad, imponía coexistencia pacífica.

Claro que yo no llegué nunca a comulgar del todo con G. Scelle, quien niega la soberanía nacional o estatal. Aunque ciertamente la noción de soberanía está en crisis (juzgándola hoy inútil o errónea muchos juristas), y aunque no resulta fácil deslindarla de la mera independencia, pensaba yo que negar la soberanía abría una brecha peligrosísima por la cual podría justificarse un nuevo tipo de agresión –que ya por entonces asomaba–: la presunta intervención humanitaria (posteriormente disimulada bajo el hechizo de la enigmática responsabilidad de proteger).

La soberanía difiere de la independencia en que ésta es negativa y aquella positiva. Un pueblo, una población, constituye un estado independiente en la medida en que no está subordinado a ningún otro ni a instancia alguna supranacional o supraestatal. Es soberano cuando está regido por unas autoridades que efectivamente ejercen su poder sobre el territorio, teniendo bajo su obediencia a los habitantes del mismo; la soberanía es el atributo que –primariamente incardinado en la propia población como un conjunto o cúmulo de todos los habitantes– radica, derivadamente, en aquellas instituciones a las cuales, según la costumbre del país, incumbe la tarea de legislar y gobernar; ése es su poder soberano.

Entre el DPI y las relaciones internacionales había y hay una dualidad. En España las dos áreas universitarias vinieron fusionadas, lo cual constituía un error según mi visión de aquellos años (entre los noventa del pasado siglo y el primer decenio del actual), puesto que yo veía las relaciones internacionales como un campo de estudio fáctico, no deóntico, no normativo, a diferencia del DPI.

La no normatividad era expresamente asumida y afirmada por la escuela realista (que yo entonces conocía mal, únicamente por el resumen de los manuales de DPI). Para esa escuela el DPI no es plenamente jurídico, porque, en la arena internacional, no existe una autoridad que norme. La soberanía de los estados no está, pues, sometida a normas supraestatales –ni siquiera interestatales. Esa escuela no dice que no deba existir una autoridad superior. Lo que dice es que, si un día se llegara a crear, sería un estado, una república planetaria; siendo perfectamente defendible moralmente que unos u otros alberguen ese deseo o esa esperanza para un futuro, mientras no se haya realizado, no hay, en estricto rigor, juridicidad internacional. En la medida en que la hay, emana de la voluntad de los estados, sujeta, pues, a las decisiones de éstos en aras de los valores superiores de sus respectivos ordenamientos jurídicos, el primero de los cuales es el de la supervivencia, la unidad y la seguridad del proprio estado.

He pergeñado, a grandes rasgos, mi posición de entonces en torno al derecho internacional. Sólo que, cuando abracé tales puntos de vista, aún no me había familiarizado –como lo haré años más tarde– con la filosofía política de Hobbes –que conocía desde mi lejana juventud, ciertamente, pero sobre cuya argumentación y fundamentación no había meditado suficientemente.

Será, pues, más adelante cuando modifique sustancialmente mis ideas sobre el DPI y las relaciones internacionales, en virtud de tres factores:

  • Por una parte, un atento estudio de Hobbes;
  • Por otra parte, una profunda reconsideración de las consecuencias doctrinales del dualismo que en seguida había abrazado (contra la corriente monista predominante).
  • Y, en tercer lugar, una meditación sobre los acontecimientos en la arena internacional.

En mis próximas entradas explicaré más esa evolución, empezando por aclarar en qué consiste la alternativa entre monismo y dualismo en el DPI.

Todo para desembocar en cómo juzgo, desde la perspectiva de la filosofía jurídica, el problema de la guerra rusoucraniana iniciada el 24 de febrero de 2022.