Jueves, 8 de Deciembre de 2022

Ilegitimidad de la constitución borbónica de 1978. I

Primer episodio de la serie menor, las LEVANTINADAS, del podcast “El bien público”:
http://jurid.net/aud … -06_levantinada1.mp3

Domingo, 2 de Octubre de 2022

Comentarios a mis vídeos en mi canal de Youtube

Dado lo inidóneo de la aplicación Youtube para un intercambio interesante de opiniones (peor para una discusión), abro aquí esta entrada para que, comentándola, mis dilectos lectores puedan insertar sus observaciones críticas a alguno de esos vídeos, dando así lugar a una conversación sin restricciones.

Lamentablemente todo comentario he de aprobarlo yo previamente, por estar asaltado por spam, ya sabemos de qué tipos. Es una pena, pero este programa no me permite filtrar de otro modo esa inmunda basura. ¡Bien que lo siento! Y pido disculpas. Sin el menor propósito de censura, me he visto forzado a ello ante un alud de propaganda ofensiva.
Sé que hay plataformas para blogs más refinadas y potentes, pero he escogido la más sencilla de entre aquellas que estaban a mi alcance

Miércoles, 10 de Agosto de 2022

¿Qué pensar de la guerra rusoucraniana? 2ª Parte: EL DUALISMO EN EL DERECHO INTERNACIONAL

EL DUALISMO EN EL DERECHO PÚBLICO INTERNACIONAL

por Lorenzo Peña

Mi enorme aprecio –en los años noventa del siglo pasado– por el DPI (derecho público internacional), principalmente por influencia del maestro Georges Scelle, fue erosionándose paulatinamente por varias razones.

La primera de ellas fue que, muy pronto, en cuanto comencé a reflexionar, más honda y detenidamente, me adherí al dualismo, una opción doctrinal pasada de moda, que había prevalecido históricamente en la doctrina alemana e italiana del DPI entre finales del siglo XIX y mediados del XX. En Italia –a menos que esté yo equivocado– sigue siendo la doctrina profesada en las cátedras de esa disciplina. En los países germánicos pienso que dejó de ser la doctrina hegemónica tras la segunda guerra mundial, por un cúmulo de causas en las cuales no tiene sentido entrar aquí.

El dualismo es lo opuesto al monismo.

Ambos se enfrentan al siguiente problema. El DPI no es lo mismo que el viejo jus gentium de los escolásticos y de los jusfilósofos racionalistas de los siglos XVII y XVIII. Ese jus gentium era una derivación del derecho natural, sólo que pasada por un filtro de las costumbres y las convenciones, explícitas o implícitas, entre los pueblos, entre las gentes. Asemejábase más, en cierto modo, al moderno derecho internacional privado, un conjunto de reglas y cánones para facilitar la convivencia de individuos y familias de determinada proveniencia que residen en país extranjero pero cuyas vidas –en algunos aspectos jurídico-civiles– es normal que se ajusten, no a la normativa doméstica del país donde viven, sino, más bien, a la de su respectivo país de origen (dentro de ciertos límites como el orden público –en una acepción muy restringida). Que exista un derecho internacional privado es una cuestión de cortesía, de hospitalidad, de reciprocidad; podría no existir, pero saltan a la vista las ventajas de su existencia; por lo cual ni siquiera ha sido menester que se promulgue tal derecho de suyo (aunque sí, evidentemente, en su detallada normativa, variable según los países), puesto que ese derecho brota espontáneamente de la naturaleza misma de las relaciones entre los naturales del país y los extranjeros. A nadie se le ocurriría que la herencia de un tailandés de visita en España se haya de regular por las disposiciones sobre sucesión intestada o testamentaria del Código Civil español.

En cambio el DPI adquiere su única fuerza de obligar por ser derecho positivo. No niego que existan algunas normas jurídico-naturales de derecho internacional, como son la prohibición de la guerra injusta y el trato humanitario a nuestros semejantes, a todos los integrantes de la familia de Adán y Eva. Esas dos normas se deducen de un axioma, el de que, de algún modo y en alguna medida, existe un cierto bien público mundial que abarca a todos los seres humanos. No obstante, salta a la vista que, por un lado, ese bien público mundial sólo se asienta en una comunidad de toda la humanidad, la cual es un colectivo escasísimamente aglutinado, cuya mera realidad dista de ser evidente y que, en todo caso, es extremadamente laxo; por otro lado, cualquier norma que emane de un vínculo tan flojo ha de ser muy escasamente constriñente. ¿Ante quién va a responder un infractor de ese par de normas, vagas y meramente orientativas? Esas dos normas de paz y humanitarismo casi poseen el carácter de meros desiderata; su juridicidad es parcial. El derecho es una normativa que existe en virtud de la existencia misma de la sociedad y cuya razón de ser es el fin de la propia sociedad, o sea el bien común. Pero esa comunidad mundial apenas puede decirse que sea una sociedad y que posea un bien común; por lo cual apenas es verdad que en ella exista un orden normativo vigente únicamente en virtud de que estén esparcidas por las cinco partes del mundo las poblaciones humanas (todas del mismo tronco, todas oriundas de África).

A lo largo de los últimos lustros he venido desarrollando una teoría del jusnaturalismo aditivo en un número de libros, artículos, ensayos y discursos (p.ej. en mi Visión lógica del derecho [http://lorenzopena.e … ks/vision/index.html] y en mis Lecciones laurentinas [http://lorenzopena.e … lecciones/index.html]). Esa teoría se funda en que el derecho es una normativa cuya existencia misma y cuyos axiomas emanan de la mera existencia de la sociedad, de una sociedad, humana o no humana. Ciertamente en cada especie su normativa es peculiar, correspondiendo a las singularidades específicas. Carecería de sentido querer regular la convivencia en una sociedad humana según parámetros o cánones de conducta aplicables en sociedades de cetáceos o de insectos o incluso de otros antropoides, como nuestros primos cercanos los chimpancés. Pero no hemos de desconocer que la raíz misma de nuestro derecho estriba en que estamos ahí como especie social, que vivimos, naturalmente (sin necesidad alguna de un pacto), en sociedad, de lo cual emanan, decidámoslo o no, derechos y obligaciones, tanto de cada individuo para con el grupo (e indirectamente para con sus compañeros) cuanto del grupo para con los individuos.

Sobre ese sustrato naturalmente existente viene después erigido un derecho positivo, ya que uno de los teoremas del derecho natural es la exigencia de que se instituya una autoridad a la cual incumba el cuidado de la comunidad. Esa autoridad estará investida del poder legislativo. Sus prescripciones se incorporarán al derecho, sin eliminar ni rebajar ni revocar las normas jurídico-naturales. (De ahí que esta doctrina sea la de un jusnaturalismo aditivo.)

Ahora bien, la comunidad mundial de todos los hombres es, más que una sociedad propiamente dicha, un conglomerado de sociedades yuxtapuestas unidas por un remoto vínculo genético y por una necesidad de coexistencia; en algunos casos por nexos de vecindad –que, a lo largo de la historia, han tendido frecuentísimamente a ser relaciones de hostilidad o de enemistad, pues a las autoridades de cada sociedad les es preceptivo velar por el bien público de su sociedad, no por el ajeno.

No existiendo, en estricto rigor, una sociedad internacional, tampoco se da, propiamente (salvo en sentido lato y laxo), un bien público mundial ni nada similar. Ni, por consiguiente, existen autoridades internacionales a quienes esté confiada la tarea de cuidar de esa inexistente comunidad. No habiendo tales autoridades, ¿qué es el derecho internacional, qué es la ley internacional?

Su núcleo jurídico-natural ya hemos visto que es algo así como un esbozo, un par de cuasinormas cuyo estatuto es intermedio entre la mera moral y el derecho. En estricto rigor no es derecho salvo tendencialmente (en tanto en cuanto la propia sociedad mundial de los seres humanos es una proyección, que no una realidad actual). Mas, si bien el DPI apenas tiene un sustrato jurídico-natural que le sea propio, tiene una entidad, que se ha generado por las dos vías de las costumbres internacionalmente vinculantes y de los acuerdos entre diversos Estados.

Ahora bien, ¿en virtud de qué atribuciones y por medio de qué tipo de actos jurídicos pueden los Estados crear normas internacionalmente vinculantes, ora abrazando, arraigada y duraderamente, un hábito de conducta recíproca, ora enunciando conjuntamente un pacto o tratado?

En lo sucesivo dejo de lado la costumbre, para centrar mejor la dificultad. Lo primero que se nos ocurre (y que de hecho se les ocurrió a los estudiosos en el siglo XIX) es que los Estados acuerdan entre sí pactos del mismo modo que los individuos y los grupos privados establecen contratos (”el contrato es ley entre las partes”, reza un viejo adagio jurídico).

Sólo que resulta engañosa esa similitud, porque, dentro de una misma sociedad, es la legislación de esa sociedad la que prevé y regula la capacidad de los individuos y grupos privados de llegar a contratos en los cuales se instituyen obligaciones recíprocas, sinalagmáticas. Es, en último término, la propia ley (p.ej. el código civil y el mercantil, el estatuto de los trabajadores etc) la que crea las obligaciones que emanan de los contratos. La ley prescribe que, en el supuesto de que válidamente X y Z hayan pactado tal prestación de X a Z y tal contraprestación de Z a X, en ese supuesto X está obligado a dicha prestación, a menos que Z incumpla su propia obligación de contraprestación (pues non adimplenti non est adimplendum).

Cuando dos o más Estados suscriben un tratado, ¿de dónde emana la preceptividad de cumplirlo? Comprendo que, para un moralista, la respuesta es obvia: emana de que a ese cumplimiento se han comprometido, pues lo prometido es deuda y pacta sunt servanda.

Esa prescripción ética tendrá el valor que tenga en una filosofía moral, mas, de suyo, no posee preceptividad alguna jurídicamente. Sí, cierto, las promesas son vinculantes; ¡entendámonos! Son vinculantes –y eso con numerosas restricciones y condiciones– en el ordenamiento jurídico interno; mas no lo son por virtud exclusivamente de la voluntad del prometiente, sino por constituir un acto jurídico regulado por la ley que obliga a quien ha prometido a cumplir su promesa; insisto en que la ley no obliga a cumplir cualquier promesa, sino únicamente aquellas que puedan caracterizarse como contratos; y ni siquiera todas, puesto que numerosos contratos son, total o parcialmente, nulos o anulables o contienen cláusulas jurídicamente inexequibles.

Así pues, en el orden jurídico interno es la ley la fuente de la obligatoriedad del cumplimiento de las promesas, de determinadas promesas; y aun eso dentro de los límites y con las condiciones que preceptúa la ley.

Mas ¿qué ley es aquella que obliga a las altas partes contratantes en un tratado o acuerdo internacional a ejecutar lo acordado? Podemos decir que es la costumbre, el derecho consuetudinario, un elemento del jus gentium. ¿Es satisfactoria esa respuesta? Durante mucho tiempo pensé que lo era; hoy seriamente lo pongo en duda. Por las siguientes razones.

1ª. La costumbre vinculante es, ella misma, constitutiva de una norma jurídico-internacional por manifestar o materializar, arraigada y duraderamente, un implícito compromiso mutuo de los Estados. Su ráíz, por consiguiente, es la propia voluntad normativa de los Estados, aunque sea implícita. Por lo tanto hemos subido un peldaño, pero el mismísimo problema se vuelve a plantear: ¿qué es lo que hace vinculante el cumplimiento de ese compromiso mutuo implícitamente asumido por los Estados al actuar, persistente y duraderamente, ateniéndose a esa pauta consuetudinaria? Porque, en el fondo, decir que es la costumbre la que fija la preceptividad de los tratados nos retrotrae a la cuestión de cuál es la fuente de la preceptividad de la costumbre, la cual, al fin y al cabo, es una especie de tratado implícito.

2ª. Para que sea la costumbre internacional aquella que preceptúe un comportamiento (en este caso el comportamiento es el de atenerse a lo que se pacte en un tratado) es menester que esa costumbre no sea un mero uso fáctico, sino un hábito, si no unánime, sí amplísimamente generalizado, hondamente arraigado a lo largo de un luengo período de tiempo y al cual se han atenido los gobiernos, no de manera meramente fáctica, sino convencidos de que actuaban así cumpliendo una obligación (con la opinio juris seu necessitatis). Quizá paradójicamente es la arraigada y generalizada creencia en la preceptividad de la costumbre lo que genera esa misma preceptividad, la cual no preexiste a la conciencia de la misma.

3ª. En el orden jurídico interno, la preceptividad del cumplimiento de los contratos queda sujeta a un número de condiciones. Una de ellas es la cláusula rebus sic stantibus. Cláusula que, literalmente, no es de origen legislativo sino consuetudinario, doctrinal y jurisprudencial. Trátase de una circunstancia eximente excepcional que exonera de una obligación contractual a un contratante cuando, habiendo surgido graves e imprevisibles hechos que acarrean una honda y seria mutación vital, resulta, palmariamente, inexigible atenerse a lo anteriormente pactado, en un entorno social que ha venido trastrocado. Pues bien, en el orden internacional también es conocido el aserto del príncipe von Bismarck según el cual los tratados se concluyen siempre con la implícita cláusula rebus sic stantibus. Desde luego nadie duda del maquiavelismo y de la absoluta falta de escrúpulos y de decencia de ese político prusiano; acogerse, en su caso, a tal argucia no pasaba de ser un ardid para escabullirse de cumplir cualesquiera tratados en cuanto le conviniera hacerlo, siendo esa cláusula vaga y elástica como el chicle. Pero nadie duda de que, en el derecho internacional igual que en el nacional, ha de tener vigencia –al menos en algún grado– esa cláusula (o, acaso, otra similar, menos estirable, mejor definida; sólo que esa definición no consta en ningún texto, sino únicamente en las expectativas subjetivas). Ahora bien en el derecho interno es la ley y, en su defecto, la jurisprudencia la que va fijando cuáles son aquellas excepcionales modificacones de las circunstancias que exoneran del cumplimiento o incluso conllevan una fáctica cancelación del contrato. En el orden internacional no existe tal instancia, quedando, por ello, en la total indeterminación qué nuevas circunstancias ponen fin a la preceptividad del cumplimiento de un tratado –o a la obligación de cumplir todas y cada una de sus cláusulas. Eso relativiza muchísimo el fundamento de las obligaciones internacionales en la preceptividad de los convenios interestatales.

4ª. La experiencia histórica prueba que los Estados nunca han reconocido esa obligación ni se han atenido a ella. Es puramente mítica esa presunta costumbre internacional de atenerse a lo convenido y de cumplir lo pactado. No sólo los hechos desmienten tal costumbre, sino que reiteradamente muestran lo contrario. La única costumbre es la de que la parte interesada en el cumplimiento invoque dicha costumbre, pero no que todos actúen ajustando a ella su conducta; menos aún que lo hagan duradera y persistentemente, con la honda convicción de estar obrando así en virtud de una obligación internacional. (De hecho ¡cuántos gobernantes que han querido atenerse escrupulosamente a los tratados han salido desollados!)

Si, por consiguiente, la validez o vigencia de los tratados no resulta claro que se funde en una arraigada costumbre internacional de cumplirlos (costumbre cuya vigencia habría que demostrar), una idea alternativa fue la de algunos internacionalistas germanos en el siglo XIX según la cual los Estados contratantes, al suscribir un tratado, no realizan un acto jurídico sinalagmático, sino un acto conjunto de legislación, siendo coedictores simultáneos de la nueva norma así creada.

Esta tesis no se sostiene. La edicción y promulgación legislativa es un acto de habla performativo que, para que exista, tiene que atenerse a una pluralidad de condiciones. Ha de ser proferido por quien está revestido de la autoridad legislativa. Ha de hacerse con las formalidades y solemnidades que determinen la costumbre y el derecho constitucional. Ha de versar sobre las materias cuya regulación legislativa confía al legislador ese derecho constitucional.

En cambio, los tratados internacionales distan de ajustarse a esos requisitos. De hecho no es el poder legislativo el que los negocia ni el que los suscribe, sino el poder ejecutivo, aunque algunos de ellos (no todos) hayan de venir ratificados por las asambleas legislativas, donde las haya; pero en esa negociación no se siguen ni los trámites ni las formalidades del proceso legislativo. El acto jurídico de aprobar la ratificación no es igual al de adoptar un texto de ley; porque en última instancia, aunque el poder legislativo autorice la ratificación, corresponde normalmente a la jefatura del Estado el acto jurídico de la misma. Acto que cada jefe de Estado realiza por separado, desmintiendo así la fábula de la colegislación.

Además de eso, la Constitución de un Estado confiere al legislador una potestad de edictar leyes; poder incompartible. No le otorga el poder de colegislar con un gobernante extranjero. El poder de negociar y suscribir tratados internacionales es, constitucionalmente, irreducible al poder legislativo. Es una potestad singular, no reconducible a ninguna otra.

La preceptividad de lo internacionalmente convenido en tratados puede alternativamente retrotraerse al cumplimiento de un especial convenio internacional, a saber: el Convenio de Viena sobre la ley de los tratados del 23 de mayo de 1969. Sólo que ese convenio no es otra cosa que un tratado internacional, interestatal. ¿En virtud de qué obliga? ¿Quién o qué le ha otorgado esa capacidad de generar una preceptividad?

Todo lo anterior nos muestra hasta qué punto son problemáticos cualesquiera fundamentos en los que pretenda descansar o estribar la vinculatoriedad del derecho internacional. En el orden internacional no existe una sociedad con un bien común (salvo en sentido latísimo y flexible). Ni hay autoridad alguna a la cual esté confiado el cuidado de la comunidad.

¿Estoy negando la existencia del DPI? No del todo. Existe una normativa que recibe esa denominación, pero su juridicidad es cuestionable.

Supongamos, empero, que podemos disipar satisfactoriamente esas dudas y asentar firmemente la validez normativa del DPI. Lo que ahora me inquieta es si esa normativa se integra en un sistema jurídico unitario con el derecho interno.

El monismo juzga que no puede tratarse de dos normativas separadas e independientes. No cabe que el DPI preceptúe A y el derecho interno preceptúe no-A. Y, de suceder tal antinomia, será del mismo tipo que las antinomias que se producen en el propio derecho interno.

El dualismo, sin rechazar la existencia jurídica del DPI, juzga que constituye un orden normativo diverso, irreductible, separado, paralelo al ordenamiento jurídico propiamente dicho, que es el interno.

La controversia hizo correr ríos de tinta. Naturalmente no es éste el más idóneo lugar para volver sobre ella siguiendo los meandros del debate doctrinal. Durante un tiempo prevaleció la tesis dualista (hoy todavía predominante en algunos países). Pero después de la I Guerra Mundial el noble espíritu del pacifismo y del internacionalismo fue popularizando la tesis monista. Uno de sus adalides fue el ya citado Georges Scelle, inspirado en un hondo humanismo solidarista. Otro partidario del monismo fue Hans Kelsen. Sólo que, de estar integradas en un solo y mismo ordenamiento jurídico las obligaciones dimanantes de las leyes y las de los tratados, en caso de conflicto ¿cuál obligación prevalecerá? Para Scelle, la jurídicointernacional, lo cual lo lleva a negar la soberanía nacional. Los pueblos, para él, no son soberanos, quedando el derecho interno –incluso el constitucional– supeditado a lo que preceptúe el DPI.

Kelsen lo plantea de otro modo. A su entender no pueden existir antinomias jurídicas ni, por lo tanto, obligaciones jurídico-internacionales que contravengan las del derecho interno. De surgir una aparente antinomia, ha de existir una regla de cancelación, sea la que revoca la prescripción de la ley interna para hacer exequible el contenido de lo internacionalmente convenido, sea al revés, la que subordina ese convenio a la legalidad interna. Él no zanjó, pero sus discípulos se decantaron por la supremacía del DPI.

En el caso personal de Kelsen surgía, además, una dificultad adicional con su concepción piramidal del sistema normativo, en cuya cúspide estaría una hipotética Grundnorm, si bien ésta sería un ente ideal, no identificable con el texto constitucional, el cual únicamente vendría a ser una reverberación o plasmación imperfecta del ideal; en cualquier caso, ve uno mal cómo esa materialización, por imperfecta que sea, va a venir supeditada a un arrollador e inabarcable cúmulo de normas jurídico-internacionales, que no es más que un océano desordenado y desbordante, cuya estructura –o falta de estructura– impide que en él haya ninguna Grundnorm.

La supremacía del DPI plantea tres dificultades insoslayables.

1ª. ¿Está el DPI por encima de la propia Constitución o Ley fundamental del país? Entonces, efectivamente, se ha abolido la soberanía nacional. Pero tal abolición se ha hecho a hurtadillas, sustrayendo a los pueblos el debate sobre su abandono, que en ningún momento se planteó en las campañas para asambleas constituyentes ni en las deliberaciones constitucionales. Además –y sobre todo– resulta inadmisible ese supedtar a una instancia, en definitiva, foránea las futuras decisiones de un pueblo sobre su norma fundamental.

2ª. Una de las reglas de solución de antinomias jurídicas es la que se expresa en el adagio lex posterior derogat priori. El poder legislativo puede derogar o abrogar leyes anteriores; y, en no haciéndolo pero promulgando nuevas leyes que las contradicen, a la administración y a los jueces incumbe atenerse a ese adagio inaplicando las leyes viejas para aplicar las nuevas (en aquello en lo que entren en contradicción). Desde luego esa regla dista de solventar todos los problemas, pues colisiona a menudo con otras reglas; mas al menos ofrece una guía segura, enraizada en un principio fundamental del derecho. ¿Cómo se resuelve, en cambio, la contradicción entre una obligación dimanante de una norma jurídico-internacional y otra generada por la legislación interna? ¿Queda atado el legislador de pies y manos por todo el cúmulo de convenios internacionales, sin poder introducir novedades que los vulneren, ni siquiera cuando clamorosa y patentemente así lo requiera el bien público, en virtud de nuevas circunstancias, de nuevas tecnologías, de nuevas mentalidades, de situaciones imprevistas y hasta quizá imprevisibles?

3ª. Podría pasar la supremacía del DPI cuando éste se circunscribía a unas costumbres internacionales básicas de paz y de humanitarismo más unos poquísimos tratados internacionales que se podían contar con los dedos. Entonces podía quedar bastante claro qué se sustraía a la deliberación y a la decisión del poder legislativo –y hasta, si se quiere, del constituyente. Entonces ese DPI parecía ceñirse a unos principios del jus gentium, o sea casi una derivación del derecho natural. Tener que cumplir esas pocas obbligaciones sí se podía justificar en nombre de la preceptividad del bien público. Hoy, sin embargo, el DPI está formado por centenares de miles de prescripciones, que en su gran mayoría ni siquiera han venido negociadas por los representantes plenipotenciarios de los Estados ni debatidas después en los parlamentos para ser ratificadas. Lejos de eso, la gran mayoría de tales normas emanan de autoridades internacionales múltiples creadas por algún acuerdo internacional. Al suscribirlo y aprobarlo, pasaba desapercibida la amplitud que iba a alcanzar esa normativa derivada tanto para las asambleas legislativas cuanto, más aún, para las poblaciones presuntamente representadas por tales parlamentarios.

La mayoría de las normas de DPI (en número, insisto, de centenares de miles de preceptos, muchos de ellos en contradicción mutua) emanan de paneles que se reúnen sin luz ni taquígrafos, sin que se entere apenas la opinión pública, como p.ej. el comité de “expertos” que, por enumeración, sin criterio alguno médico-farmacéutico, escribe el elenco de sustancias arbitrariamente calificadas de “estupefacientes”. Cuando el Uruguay parcialmente despenalizó la venta de marihuana, pronunciáronse sonoramente autoridades jurídico-internacionales que manifestaron que esa ley uruguaya violaba la norma internacional.

Quedarían así sustraídas a la potestad legislativa amplísimos campos de la vida social, a causa de la asombrosa y desbordante proliferación de normas derivadas (y de convenios cuyo atractivo título garantiza una apriori aceptacción, sin apenas debate público). Desde la edad del matrimonio y de la permisión de relaciones sexuales hasta la de enrolamiento en fuerzas armadas (todo ello celosamente regulado en el convenio sobre los derechos del “niño”) hasta el uso de diversos espacios naturales y recursos minerales en el suelo patrio, pasando por las relaciones laborales y comerciales.

Naturalmente un grillete suplementario se han puesto los Estados adheridos a una organización dizque supranacional, como la Unión Europea, la OEA, la CEDEAO y otras así (las cuales, además, incurren sin contención alguna en un abuso jurídico al otorgarse, sin embozo ni recato, una interpretación extensivamente analógica de su potestas legiferendi).

La ONU ha sido el máximo abusador, violando sistemáticamente las limitaciones a su potestad normativa tajantemente enunciadas en su carta fundacional, que excluyen de manera absoluta cualquier ingerencia en asuntos internos de Estados miembros.

Llevóme pronto todo ese cúmulo de consideraciones a abrazar el dualismo (incluso ya en aquellos –hoy lejanos– años noventa, cuando confiaba yo en el potencial humanizador y civilizatorio del DPI). Entonces para mí el DPI era, cierto, un orden normativo real; pese a sus derivas y a sus excesos, eran favorables para el bien de la humanidad su existencia y su desarrollo; resultaban beneficiosos para la paz y la amistad entre los pueblos. Sólo que, siendo un orden normativo propio y separado, no se integraba en ninguna unidad sistemática con el ordenamiento jurídico interno. Apartados el uno del otro, poseía cada uno de los dos (el interno y el externo) sus propias pautas de creación y de revisión. La existencia de una obligación jurídica interna no creaba ninguna obligación –e incluso ningún derecho– desde el punto de vista jurídico-internacional; ni viceversa. La ley y, más aún, la constitución son independientes de cualesquiera normas jurídico-internacionales, ya sean consuetudinarias, convencionales o, ¡colmo de colmos!, derivadas (obra de comisiones, paneles, consejos, secretarías o cualesquiera otros órganos cuya legitimidad resulta de una delegación ilegítima).

En suma, incluso cuando yo era un verdadero creyente en el DPI (lo cual dejé de ser más tarde), en seguida me percaté de la insostenibilidad del monismo. No pueden quedar la deliberación pública y la potestad legislativa nacional supeditadas a decisiones de lejanas –a veces oscuras– comisiones que no tienen a su cuidado comunidad alguna ni toman sus decisiones para el bien público –dado que, en lo internacional, ni siquiera existe ese bien público.

Hoy se ha radicalizado mi dualismo (que, según he dicho, ya abracé en aquellos últimos años noventa, hará casi un cuarto de siglo). Porque actualmente soy muy escéptico sobre la juridicidad del DPI, por las razones que he aducido en este artículo. Aceptémoslo como una convención, respetada por mor de la conveniencia, pero bien deslindado, nítidamente separado del ordenamiento jurídico, que es el interno. El DPI no puede en ningún caso estar por encima del legítimo interés nacional, de la voluntad de los pueblos, de la soberanía estatal.

Sabado, 30 de Julio de 2022

Helvetius y la predicación filosófica. Tercer episodio del Podcast

EL BIEN PÚBLICO, mi podcast, prosigue su andadura, a un ritmo semanal, sin interrupción estival.
Este tercer episodio viene consagrado a cómo el filósofo ético puede influir en la sociedad: no predicando a la gente en general para que se comporte bien, sino promoviendo un cambio de mentalidades que influya en la legislación.
Eso hizo la Ilustración, especialmente el enciclopedismo parisino, una de las fuentes culturales de la RevoluciónFrancesa.
En ella sobresale Claudio Adrián Helvetius, cuya aportación rescato en este episodio.
http://jurid.net/aud … e=2022-07-30_a02.mp3

Jueves, 28 de Julio de 2022

¿Qué pensar de la guerra rusoucraniana? 1ª Parte: EL DERECHO PÚBLICO INTERNACIONAL

DEL DERECHO INTERNACIONAL A LAS RELACIONES INTERNACIONALES

Lorenzo Peña

Cuando, en el año lectivo 1998-99, cursé la asignatura de Derecho Público Internacional, DPI, me resultó la más atractiva y filosóficamente estimulante de cuantas había seguido hasta entonces. (Me refiero a la licenciatura en Derecho, cursada en la UNED de 1997 a 2004.) Y durante cierto tiempo seguí encandilado con su temática. Eran cinco los motivos de ese afecto.

El primero es que esa materia enseña que en el derecho la ley no es la única ni siempre la principal fuente; que hay muchas normas jurídicas que emanan de otras fuentes, como son los principios universales, la costumbre (que es vinculante cuando, habiendo alcanzado un cierto arraigo, las conductas ajustadas a la misma se han llevado a cabo con la opinio juris seu necessitatis, o sea con la convicción compartida de que, al atenerse a ella, se actuaba en virtud de una obligación, no de una mera rutina).

Esa pluralidad de fuentes venía, en cambio, un tanto opacada o empañada en otras asignaturas, que se impartían bajo la hegemonía ideológica del positivismo jurídico, en su versión más pura y dura, el legalismo, que desearía suprimir del derecho cualquier fuente salvo la ley –o sea el promulgamiento del legislador; cierto que hasta los más estrictos positivistas se percatan de que, si nunca el puro legalismo ha sido un modelo adecuado para el derecho, hoy lo es menos, no quedándoles más remedio que: (1) –así sea a regañadientes– admitir la pluralidad de poderes legislativos en conflicto (eso en el orden jurídico interno); (2) reconocer la penetración del derecho internacional en el derecho interno (que simplísticamente resuelven abrazando el monismo –mientras que yo en seguida profesé el dualismo y lo sigo profesando); y (3) conceder que, expulsada la costumbre por la puerta, ha vuelto por la ventana (ya que el derecho mercantil actual le restituye un papel signficativo en la determinación de las reglas jurídicas aplicables por los tribunales y, sobre todo, por los jurados arbitrales).

Desde luego nadie duda de que la costumbre y hasta (en alguna medida) los principios universales del derecho son fuentes positivas, o sea puestas por un poder legiferente, que es el cúmulo de los propios justiciables –en lugar de ser una asamblea deliberativa o un autócrata. Sin embargo, su admisión como fuentes del derecho resquebraja algunas de las ventajas que suelen esgrimirse a favor del positivismo jurídico .

El segundo motivo de mi querencia al DPI es mi profundo pacifismo. Justamente en esa asignatura aprendí la sinuosa evolución jurídico-internacional en el problema de la guerra y la paz. Mientras el derecho público de la cristiandad estuvo bajo la égida de la doctrina católica (profesada, ciertamente, con muy dudosa y escasamente sincera convicción), oficialmente se reconocía la diferencia entre guerra justa y guerra injusta, habiéndose consagrado al tema de la guerra y la paz muchos grandes tratadistas, especialmente Vitoria y Grocio, pero también Leibniz.

En la práctica, esos principios del derecho cristiano y canónico que condenaban las guerras injustas carecieron de efecto pacificador, porque los soberanos siempre hallaban pretextos para sus agresiones y, además, porque incluso la aceptación de boquilla de la preceptividad de la paz, lejos de constituir –ni siquiera sobre el papel– la única o suprema norma de las relaciones internacionales, coexistía con normas contrarias, como la legitimidad de la conquista y de la expansión territorial.

A ese tiempo sucedió otro (desde el siglo XVII) en el cual se abandonó completamente el distingo entre guerras justas e injustas. Cada estado lícitamente determinaría si una guerra era justa o injusta desde sus propios intereses, sin tener que justificarse ateniéndose a principio alguno del derecho internacional. Eso dura hasta finales del siglo XIX. Paradójicamente, entre 1899 y 1945 –ese amargo período de dos guerras mundiales muy próximas entre sí– prodúcese en los espíritus y en el propio DPI una evolución (en parte como reacción a aquella doble tragedia) que, de las dos conferencias de La Haya conduce a la Carta de la ONU, con una progresiva ilegalización de la guerra (salvo cuando sea defensiva). Volvíamos a la diferencia entre guerra justa e injusta, pero ahora con expresa prohibición de toda legalización de la conquista y de cualesquiera otros principios hasta entonces admitidos, como el interés nacional (interés que permitía la expansión territorial, como la que esgrimía Luis XIV en sus guerras de conquista, frente al cual Fénelon exclamará “De proche en proche, on ira jusqu’à la Chine”).

En ese sentido resultábame magnífico que la Constitución de la República Española de 1931 renunciara a la guerra como instrumento de política, lo cual no ha hecho, en cambio, la actual constitución monárquica de 1978.

Aquel año 1999 fue el de una nueva guerra de agresión de la NATO para destrozar y fragmentar a Yugoslavia (lo poco que quedaba de ese país, previamente atacado y desmembrado en el conflicto de Bosnia). En el año 99 el pretexto fue apoyar a los separatistas albanos de Cosovo, comarca serbia con mayoría albanófona. Esos separatistas se habían levantado en armas, aduciendo viejas reivindicaciones irredentistas, que se remontaban a las guerras balcánicas de 1912-13 –e incluso a un conflicto étnico de muchos siglos atrás. Mi estudio, principalmente, de Vitoria y Grocio me hizo comprender que, cualesquiera que fueran la justicia o la injusticia de las pretensiones de unos y otros en ese conflicto interno, nunca podían justificar una guerra desde el extranjero. Vitoria es claro, condenando las guerras de conquista españolas en las Indias: aquellos pueblos estarían mal gobernados, sus autoridades serían inicuas y opresivas, pero no eran gentes que vivieran en la barbarie. Ni siquiera la práctica del canibalismo justificaba atacar a esos estados. Las violaciones de derechos humanos fundamentales nunca son –de suyo y por sí solas– motivos válidos de intervención dizque humanitaria, porque los males de la guerra son siempre mayores.

Además, no sólo era la segunda guerra contra Yugoslavia esa agresión de la NATO, sino que, además, su pretexto –la presunta limpieza étnica y el genocidio antialbanés de que infundadamente la prensa occidental venía acusando a las aurtoridades yugoslavas– se reveló mendaz en cuanto las tropas occidentales ocuparon el terreno. Enorme desilusión fue para los periodistas (mejor dicho, propagandistas de la doxa oficial occidentalista) rastrear los campos cosovares sin hallar para nada las presuntas fosas donde estarían enterrados decenas de millares de albaneses exterminados por Milósevich, según lo habían proclamado al unísono todos los medios occidentales machaconamente.

Al margen de esa calumnia, lo esencial era el principio mismo. En el derecho internacional únicamente es lícita la guerra defensiva. Y ésa de 1999 era ofensiva.

Habían venido precedidas las dos guerras de la NATO contra Yugoslavia por dos guerras emprendidas por los Estados Unidos y sus aliados occidentales: Somalia (1992-93) e Iraq (1991); unos años después, Afganistán –una guerra de conquista que ha durado cuatro lustros, saldándose en la derrota occidental.

Más tarde vendría la nueva agresión antiiraquí de 2003. En algunas de esas guerras los occidentales adujeron su presunto carácter defensivo, como legítima defensa en el caso de Afganistán y guerra preventiva en el de Iraq. (Tales patrañas las he refutado en otros escritos; el lector puede buscarlos (accediendo a mis dos espacios web, “Bonum commune” [http://jurid.net] y “El bien público” [http://eroj.org].) Posteriormente, la guerra contra Libia más diversas intervenciones armadas.

Resumiendo, el pacifismo fue la segunda de las causas que me llevaron a profesar un gran afecto al DPI, pisoteado y conculcado por el Occidente una y otra vez (para no hablar ya de los satélites del Occidente como Israel).

Pero hay algo más, que he de señalar a este respecto. Al optar, hacia 1994-96, por imprimir a mi carrera académica un giro jurídico (mientras que, hasta entonces, mi itinerario discipllinar había venido consagrado a la lógica y a la metafísica, principalmente), hícelo convencido de que lo que puede mejorar la sociedad es el derecho; que, si el filósofo quiere no limitarse a teorizar, sino que, además, aspira a devolver a la sociedad algo que le sea útil y que ella pueda absorber y aprovechar, lo mejor es desarrollar doctrinas sólidas y racionales, capaces de fundar el derecho y de perfeccionarlo. La lucha por el derecho (célebre obra de Ihering, Der Kampf ums Recht) convertíase así en tarea filosófica. Sólo que, en mi caso, eso implicaba también rebatir el positivismo jurídico, rehabilitando el derecho natural.

La juridificación positiva de la obligatoriedad de la paz –obligatoriedad que siempre había existido en el derecho natural, mas no siempre en el positivo– iba en esa dirección, erigiéndose para mí en una tarea práctica, a la cual contribuí cuanto pude (en una época de mi vida en la cual, no sólo gozaba aún de mayor vigor que ahora, sino que vivía en un entorno cuyas mentalidades eran diversas de las actuales, nada propicias para tales luchas).

El tercer motivo por el cual me sedujo –con especial fuerza atractiva– el DPI fue que condensaba y expresaba, de manera particularmente límpida y explícita, principios básicos del derecho, como el de confianza legítima, que no figuran con claridad en las exposiciones de otras materias jurídicas. Ese principio nos obliga a no ir contra los propios actos. En el DPI es el del “estopel”: ningún estado puede, legítimamente, dar un viraje a su política exterior (e incluso interior, si repercute en la exterior) cuando, en virtud de sus propios actos precedentes, ha generado en otros estados una expectativa razonable, la cual se verá frustrada o amenazada por ese giro.

Otro principio iportantísimo en el DPI es el de que los pactos (y pacta sunt servanda) no son únicamente los tratados escritos, sino también los acuerdos verbales e incluso los compromisos no expresamente enunciados, pero sí manifestados por hechos, que generan una costumbre vinculante. Otro principio más es que no cualesquiera tratados son lícitos; en particular están prohibidos aquellos que se realizan en perjuicio de terceros, constituyendo para ellos una amenaza (o violando previos compromisos internacionales).

Mi cuarta razón para entusiasmarme con el DPI era que en él –a diferencia de lo que sucede en la impartición de las demás ramas del derecho– viene expresamente recnonocida la existencia de grados de juridicidad o de vinculatividad (grados de constreñimiento, podríamos decir): hay, de un lado, un jus cogens y, de otro lado, normas con menor grado de obligatoriedad o preceptividad. Así, p.ej., sin tener un mero valor de exhortaciones morales, sino poseyendo vigencia jurídica, están las grandes resoluciones y declaraciones de la ONU –como la Declaración universal de los derechos humanos de 1948–, que, no obstante, revisten menor fuerza constriñente que los tratados (en este caso, que los dos pactos internacionales de derechos humanos de 1966).

Mi quinto y último motivo de querencia al DPI era la noción de responsabilidad internacional. Cierto que no estuve muy de acuerdo con los tratadistas del DPI que sostienen que, en la responsabilidad internacional de los estados, no cuenta el principio de buena fe ni, por consiguiente, es pertinente la culpa, pues dizque los estados no incurrirían en culpa (ni en dolo ni en negligencia). Pienso que esa idea está ampliamente superada hoy, cuando (con fortísimas resistencias, cierto, de la doctrina mayoritaria) se admite, en el derecho penal, la responsabilidad criminal de las empresas y otras personas jurídicas, pues la culpa de los directivos se comunica –en determinados supuestos– a la persona jurídica que dirigen. Otro tanto sucede, a mi juicio, con los estados e incluso con las coaliciones de estados.

El principio de la responsabilidad internacional me hizo comprender que cada estado vive en una interconexión con los demás, no siéndole lícito adoptar cualquier medida de política interior o exterior que le plazca, afecte o no a estados vecinos. Ha de venir reparado el daño ilícito (p.ej. la contaminación ambiental), siendo legítimas las represalias.

Esos principios del DPI eran útiles para mejorar la vida colectiva de la humanidad; una comunidad inorganizada, cierto, pero no inexistente.

Lo óptimo sería una república planetaria, la respublica generis humani de Vitoria, pero el jus gentium posee una vigencia jurídica (jurídico-natural y hoy también jurídico-positiva). La sociedad internacional no está totalmente desorganizada, no es una jungla donde sólo vale la ley del más fuerte.

Frente a esa mi visión (de la cual hoy, en parte, me retracto, considerándola un tanto idealista), existía otra postura: la escuela realista de las relaciones internacionales, para la cual no hay una comunidad internacional, sino que el campo de las relaciones interestatales es el estado hobbesiano de naturaleza, donde la ausencia de un poder coercitivo determina que cada cual puede actuar según sus intereses, al menos vitales.

Ese realismo me resultaba un tanto repulsivo, viendo en él un justificador del imperialismo estadounidense, en particular, y occidental, en general; una amenaza a los progresos jurídicos de humanización y pacificación.

En aquel período mi gran ídolo era Georges Scelle, el teórico francés del DPI que había aplicado el solidarismo de Léon Bourgeois y Léon Duguit al terreno de la política exterior y de las relaciones internacionales. El descubrimiento del solidarismo había constituido para mí un enorme avance en mis ideas políticas y en mi ideario social durante los años noventa, ofreciéndome una alternativa más factible al socialismo marxista de mi juventud; lo cual no quiere decir que mis ideales se ciñeran a las metas trazadas por esos dos pensadores franceses. Para mí, cierto, el principio de solidaridad debería (a largo plazo, sin duda) avanzar mucho más allá, llegando, en última instancia, a anular la propiedad privada.

En la arena internacional, la solidaridad quedaría para un futuro más o menos remoto, el de una república terráquea, un mundo sin fronteras. De momento, estaba ese sucedáneo del DPI, que, a falta de solidaridad, imponía coexistencia pacífica.

Claro que yo no llegué nunca a comulgar del todo con G. Scelle, quien niega la soberanía nacional o estatal. Aunque ciertamente la noción de soberanía está en crisis (juzgándola hoy inútil o errónea muchos juristas), y aunque no resulta fácil deslindarla de la mera independencia, pensaba yo que negar la soberanía abría una brecha peligrosísima por la cual podría justificarse un nuevo tipo de agresión –que ya por entonces asomaba–: la presunta intervención humanitaria (posteriormente disimulada bajo el hechizo de la enigmática responsabilidad de proteger).

La soberanía difiere de la independencia en que ésta es negativa y aquella positiva. Un pueblo, una población, constituye un estado independiente en la medida en que no está subordinado a ningún otro ni a instancia alguna supranacional o supraestatal. Es soberano cuando está regido por unas autoridades que efectivamente ejercen su poder sobre el territorio, teniendo bajo su obediencia a los habitantes del mismo; la soberanía es el atributo que –primariamente incardinado en la propia población como un conjunto o cúmulo de todos los habitantes– radica, derivadamente, en aquellas instituciones a las cuales, según la costumbre del país, incumbe la tarea de legislar y gobernar; ése es su poder soberano.

Entre el DPI y las relaciones internacionales había y hay una dualidad. En España las dos áreas universitarias vinieron fusionadas, lo cual constituía un error según mi visión de aquellos años (entre los noventa del pasado siglo y el primer decenio del actual), puesto que yo veía las relaciones internacionales como un campo de estudio fáctico, no deóntico, no normativo, a diferencia del DPI.

La no normatividad era expresamente asumida y afirmada por la escuela realista (que yo entonces conocía mal, únicamente por el resumen de los manuales de DPI). Para esa escuela el DPI no es plenamente jurídico, porque, en la arena internacional, no existe una autoridad que norme. La soberanía de los estados no está, pues, sometida a normas supraestatales –ni siquiera interestatales. Esa escuela no dice que no deba existir una autoridad superior. Lo que dice es que, si un día se llegara a crear, sería un estado, una república planetaria; siendo perfectamente defendible moralmente que unos u otros alberguen ese deseo o esa esperanza para un futuro, mientras no se haya realizado, no hay, en estricto rigor, juridicidad internacional. En la medida en que la hay, emana de la voluntad de los estados, sujeta, pues, a las decisiones de éstos en aras de los valores superiores de sus respectivos ordenamientos jurídicos, el primero de los cuales es el de la supervivencia, la unidad y la seguridad del proprio estado.

He pergeñado, a grandes rasgos, mi posición de entonces en torno al derecho internacional. Sólo que, cuando abracé tales puntos de vista, aún no me había familiarizado –como lo haré años más tarde– con la filosofía política de Hobbes –que conocía desde mi lejana juventud, ciertamente, pero sobre cuya argumentación y fundamentación no había meditado suficientemente.

Será, pues, más adelante cuando modifique sustancialmente mis ideas sobre el DPI y las relaciones internacionales, en virtud de tres factores:

  • Por una parte, un atento estudio de Hobbes;
  • Por otra parte, una profunda reconsideración de las consecuencias doctrinales del dualismo que en seguida había abrazado (contra la corriente monista predominante).
  • Y, en tercer lugar, una meditación sobre los acontecimientos en la arena internacional.

En mis próximas entradas explicaré más esa evolución, empezando por aclarar en qué consiste la alternativa entre monismo y dualismo en el DPI.

Todo para desembocar en cómo juzgo, desde la perspectiva de la filosofía jurídica, el problema de la guerra rusoucraniana iniciada el 24 de febrero de 2022.