Martes, 16 de Agosto de 2022

Elogio del siglo XX. Segunda parte

Retomo hoy el tema que comencé a tratar el 11 de diciembre de 2021: ¿cómo valorar el siglo que nos ha precedido inmediatamente?

Lo cual, evidentemente, nos lleva a la cuestión de cómo evaluar el propio tiempo presente, puesto que nadie piensa que el mundo haya cambiado radicalmente en la noche de San Silvestre del 31 de diciembre de 2000 al 1 de enero de 2001. Nuestro mundo de hoy, en agosto de 2022, se parece muchísimo al de hace 25 años –si bien no desconozco, para nada, que en este cuarto de siglo también se han producido alteraciones, unas para bien, otras para mal.

Al considerar esta evaluación, hemos de tener claro que únicamente puede ser comparativa. No tiene sentido alguno otorgar una calificación a nuestro tiempo de 6/10 o de 9/10 o de 1/10 o cualquier otra salvo comparativamente a cómo valoramos tiempos pasados; p.ej., el de Filipo de Macedonia y su hijo Alejandro Magno, o el de Cicerón, o el de las invasiones bárbaras de los siglos V y VI, o la Baja Edad Media, o la época de la revolución francesa, o de la guerra de Crimea.

Los pesimistas siempre recitan sus lamentaciones y jeremiadas sobre lo mal que va el mundo. Según ellos, jamás hemos estado tan mal. Habría más hambre que nunca, más pobreza que en ninguna otra época, más desigualdad, más ignorancia, más guerras, más violencia, más sufrimiento; nuestra vida sería mucho peor que la de nuestros antepasados; los efectos imprevistos y perversos de nuestros inventos y adelantos habrían hecho de nuestro hermoso planeta un basurero que se degrada y que sucumbirá, víctima de nuestra incuria y avidez. Si la cantidad de vida se ha incrementado (pues nadie duda del considerable alargamiento de la esperanza de vida), su calidad se degradaría cada día; y, sobre todo, estaríamos caminando, aceleradamente, a estrellarnos contra el muro del cataclismo medioambiental.

También se habrían deteriorado las relaciones humanas. Antes la gente era más pobre, cierto, pero más feliz, porque no era tan ansiosa, se vivía más en armonía (armonía interhumana y armonía con la naturaleza); no se perpetraban tantos delitos, no había tráfico de drogas, ni delincuencia organizada, ni amenazas terroristas; no corría uno el riesgo de venir asaltado en la calle ni de sufrir robos en los domicilios. Y las nuevas epidemias revelan la inanidad de nuestra soberbia al enorgullecernos de los avances de la medicina y la cirujía modernas. Nuestras comodidades las estaríamos pagando caro, inmersos en una sociedad de consumo en la cual queremos más y más, siempre insatisfechos.

Todo eso carece de fundamento. Una pequeñísima parte de tales alegaciones puede estar basada en hechos; pero hechos que comparan un período recientísimo con otros algo menos recientes. Sí, es verdad que el avance dista de ser lineal y que, en algunos aspectos, los últimos años, o lustros, han visto una degradación; pero aun eso es secundario y perfectamente reversible, mientras que en casi todo la vida humana ha continuado mejorando, a pesar de los reveses, de los tropiezos, de los retrocesos aquí o allá.

Contrariamente a la fábula climatística, no vamos de camino a una catástrofe climática. Ni se avecina un estallido del planeta por la explosión demográfica. Ni aumenta el hambre. Ni hay más pobreza. Ni los efectos perniciosos de nuestros inventos son necesariamente irreversibles. Ni, en todo caso, superan a los efectos beneficiosos. Ni el planeta era antes tan bello y ahora tan feo. Ni hay previsión razonable alguna de agotamiento de los recursos naturales. Lejos de que haya más guerras o más violencia o más delincuencia, sucede justamente lo inverso: sin que esas plagas hayan dejado de afligirnos, hoy son muchísimo menores que en cualquier época pasada. Más gente que nunca vive en paz; más gente que nunca lleva sus vidas sin enfrentarse a la violencia y sin sufrir asaltos.

Es un rasgo innato de la psicología humana, enraizado en nuestra naturaleza, que sintamos como insuficientes todos los adelantos, todas las mejoras de nuestra existencia, todas las amenidades de la vida moderna. La vida es así –no sólo la vida humana. Siempre aspira a más vida; o sea, aspira a más y mejor, sin conformarse jamás. Las hormigas tienden a hacer hormigueros mayores, a expandirse; igual que a ampliar su radio de acción tienden las arañas, los gorilas, los pingüinos. Y los humanos. Sí, el hombre siempre quiere más, siempre aspira a más, pareciénole insuficiente lo conseguido.

Esa ansiedad no es reprehensible ni lamentable, sino al revés: es buena, porque, gracias a ella, lejos de quedarnos quietos, seguimos progresando. Sólo que tiene (como todo o casi todo) su reverso, su lado negativo: olvidarnos de cómo vivíamos antes, perder la perspectiva comparativa o sólo recordar, en una ensoñación pseudoanamnética, un imaginario mundo idílico y paradisíaco, que jamás existió. Si de algo sirve el buen conocimiento de la historia es para corregir esa falsa memoria, gracias a un verídico estudio compararivo.

Hay varios libros disponibles, muy bien escritos y perfectamente documentados, que exponen en detalle todo aquello en lo que la vida de nuestra especie hoy –en los últimos, digamos, 3 ó 4 lustros– es mejor que en cualquier época pretérita. Ni voy aquí a ofrecer una bibliografía (pues éste es un artículo de opinión, no un texto académico) ni voy, tampoco, a aportar en este escrito datos estadísticos, que el lector puede fácilmente procurarse por sí mismo –con tal de buscar un poco, no conformándose con lugares comunes y con eslóganes de los medios banales de desinformación.

Desborda el marco de este artículo (quedando para una tercera entrega) aportar consideraciones que avalan mi optimismo del progreso humano; un optimismo nada ingenuo y no exento de reconocer los no pocos aspectos negativos de la evolución social en los últimos tres decenios (aproximadamente), sobre todo en nuestras mentalidades; siendo lo peor, en ese deterioro de las mentalidades, nuestro pesimismo, los vaticinios apocalípticos que nos abruman y acongojan, hasta tal punto que, de tomar en serio a esos profetas de la destrucción, a uno sólo le quedarían ganas de acabar su vida lo antes posible para no estar ahí en el próximo y cataclísmico fin del mundo que se avecina.

No pudiendo, en un artículo, abarcar una temática tan amplia como aquella que subyace a mi debate con los pesimistas y agoreros, voy a limitarme aquí a la consideración de un único problema. Reconozco que, en efecto, la especie humana se enfrenta a una probabilidad de extinción por su propia opción vital, lo cual carece de precedente en su anterior existencia (una existencia de cientos de miles de años –acaso de más de un millón, de ser verdad que el homo sapiens y el homo erectus son únicamente dos variedades de una sola y misma especie, según sostienen algunos paleoantropólogos). Sólo que, al reconocer ese peligro, vienen refutados, precisamente, los usuales vaticinos catastrofistas, pues el peligro al que de veras nos enfrentamos es, justamente, el opuesto a la calamidad que predicen esos oráculos. Refiérome a la presunta explosión demográfica.

Lejos de estar ante una explosión demográfica –como nos quieren hacer creer los maltusianos, que son muchos–, de hecho la
amenaza real para la vida humana es la extinción de nuestra especie por disminución de nacimientos y el declive demográfico.

Hoy están en disminución demográfica la mayor parte de los países del extremo oriente (y, sobre todo, los principales, como la China, el Japón y Corea), toda Europa, otros países asiáticos, ya algunos del África austral y de la septentrional así como varios de Iberoamérica. Aquellos que no lo están, como los EE.UU., lo deben únicamente a la inmigración.

Las previsiones de los demógrafos (desde luego falibles) son las de que la humanidad alcance su máximo numérico entre 2050 y 2100, para iniciar entonces una curva de retroceso, cuya derivada (o sea, cuya inclinación) nos resulta hoy impredecible, siendo de temer que podría resultar acelerada; de ser así, la humanidad se extinguiría dentro de un par de siglos –o menos.

Los últimos humanos vivirían mal, muy mal. El declive demográfico produce un efecto indirecto: el envejecimiento de la población. De un lado, la esperanza de vida es cada vez mayor. No sólo por la disminución de la mortalidad puerperal, infantil y juvenil y por la reducción del número de accidentes mortales gracias a nuevos implementos técnicos (en el trabajo y en el transporte), sino asimismo por esos pequeños, pero cumulativos, avances en el nivel de vida, en el confort, en la alimentación y, sobre todo, en los tratamientos médico-quirúrgicos. No es sólo que mueran hoy muchos menos de 1 año o de 20 años o de 30; es que hay más octogenarios que nunca, más nonagenarios que nunca, más centenarios que nunca. Sin caer en la infundada ilusión de inmortalidad (que, por principio, es incompatible con la finitud de la vida, humana o no humana), nada impide hacer proyecciones de un incesante alargamiento de la esperanza de vida. Que ésta sea de ochenta, luego de 85 años, luego de 85 y medio, luego de 86, … Aunque nunca llegue a los cien, puede seguir creciendo sin parar. (Reccordemos la paradoja de Aquiles y la tortuga de Zenón de Elea.)

Ahora bien, evidentemente, si vivimos más pero somos menos, el resultado tiene que ser que somos más viejos. Y de hecho ya lo somos.

La edad mediana de los españoles después de la guerra civil era algo inferior a los 30 años. La de hoy va camino de los 50. Y todas las proyecciones hacen previsible, para dentro de no mucho, una edad mediana superior a los 60 años.

Que –gracias a la técnica actual, a la medicina y a los medios modernos de producción– resulte posible trabajar, ser útil a la sociedad y llevar una vida satisfactoria (no sin achaques, no sin dolencias de la edad), muy pasado el sexagésimo aniversario, eso es cierto; pero es una verdad de alcance limitado, por tres razones.

La primera es que, aun siendo así, las mentalidades, lejos de haber evolucionado al compás de esos cambios, en cierto modo han retrocedido, aspirándose hoy, más que nunca, a pasar en el ocio un luengo trecho final de la vida (que puede alargarse varios decenios); lo cual contrarresta poderosamente la posibilidad objetiva de continuar una vida productiva y seguir aspirando a nuevas mejores y nuevas aportaciones en edad avanzada.

La segunda razón es que, en cualquier caso, no deja de ser verdad que con la edad tiende a producirse un deterioro, un declive en nuestra productividad. No hay por qué condenar a nadie a la ociosidad forzosa sólo por su edad, pero no cabe esperar que, en general, los mayores sean los más creativos, ni los más audaces, ni los más enérgicos, ni los más innovadores, ni los trabajadores de mayor rendimiento; hay, naturalmente, excepciones y variaciones según el tipo de actividad laboral (y, aun dentro de las de tipo técnico o científico, significativas disparidades según las ramas y disciplinas); pero, sin duda, la ley del envejecimiento se impone, en unos antes, en otros después. Una sociedad de viejos está condenada a ser rutinaria, escasamente productiva, poco o nada innovadora.

La tercera y decisiva razón es que existen –siendo imprevisible que vayan a dejar de existir en un futuro hoy concebible– muchísimas tareas cuya realización exige el vigor, si no de la juventud, sí, al menos, de la adultez previa a la senectud. Acaso tal necesidad vaya disminuyendo a un ritmo que hoy nos resulta ininmaginable, pero, en la medida en la cual podemos hacer predicciones sensatas, eso no va a suceder al mismo ritmo que el envejecimiento, cuyos efectos ya estamos empezando a padecer.

Por consiguiente, es cierto que nos enfrentamos a una seria amenaza para la vida humana; sólo que no es, en absoluto, aquella con la cual nos asustan cada día los agoreros y los oráculos de la desgracia. No es el peligro de que, siendo demasiados, consumamos tanto que el mundo se agote o estalle o se haga un invivible estercolero. (Eso que expresa el popularizado eslogan de que estaríamos consumiendo nueve planetas.) Es el de que nuestra especie se extinga por haber decidido no procrear.

Realmente, hoy por hoy, no sabemos cómo el hombre afrontará esa amenaza. A lo largo de miles de millones de años de vida en nuestro planeta una miríada de especies se extinguían, mientras nacían otras nuevas. Podría ser que la nuestra se extinguiera muy pronto, víctima de su propia opción, de su pérdida de aspiración a perdurar.

Sólo que ese modo de extinguirse dudo que se haya dado jamás en especie alguna. Las especies se extinguen porque son derrotadas en la lucha por la vida, porque sus competidoras tienen mayor éxito en la selección natural, porque sus recursos son tomados por especies rivales, porque su medio natural se modifica sin que ellas consigan adaptarse al mismo ritmo. Seguramente es verdad que, en determinados entornos, muchos grupos de una u otra especie optan por reducir su procreación para sobrevivir como especie en un entorno de recursos escasos.

Hemos visto que no es ésa la previsión demográfica para nosotros. No es la escasez de recursos la que nos lleva a no engendrar bebés, sino un cambio de mentalidades. Hoy el modelo prevalente en la mayoría de los países es el de una pareja con hijo único, lo cual acarrea dividir a la mitad la población en una sola generación.

¿Tendrá eso arreglo? Confío en que sí. ¿Es un mero acto de fe, un pensamiento desiderativo? Me baso en la induccción. Existe un instinto individual (de vivir mejor y más), pero igualmente existen un instinto y un subconsciente colectivos. Los cambios de mentalidades son reversibles.

Son muy diversas las causas de esa desgana de nuestras sociedades modernas por la reproducción, que nos está llevando al envejecimiento masivo y a la contracción demográfica. Causas atinentes a los modernos medios anticonceptivos (que permiten desvincular la sexualidad de la generación), al papel de uno y otro sexo en la vida familiar y colectiva, a las aspiraciones de conjugar el bienestar hogareño con la promoción vocacional y laboral, a los costes crecientes de la instrucción, a la inestabilidad de los vínculos matrimoniales, al bajo compromiso familiar, a la pérdida de autoridad parental y así sucesivamente. Poquísimo éxito han conseguido, hasta ahora, las políticas públicas para –mediante incentivos tributarios y asistenciales–contrarrestar los efectos de tales tendencias. Y es que atacan los efectos, no las causas.

¿Vamos a negar la capacidad adaptativa humana? Sobradamente hemos demostrado tal aptitud a lo largo de los cientos de miles de años de nuestra existencia. Verdad es que, esta vez, emana de nuestras propias opciones el desafío. Estamos más acostumbrados a hacer frente a alimañas, temporales, inundaciones, sequías, epidemias, derrumbes, avalanchas y terremotos; cuando hemos luchado contra nuestros males interiores, lo hemos solido hacer contra oligarquías nocivas, depredadoras, que han atenazado (y siguen atenazando) nuestro crecimiento, nuestra expansión vital, con estructuras arcaicas, que nos entorpecen y nos paralizan, frenando nuestro progreso material y espiritual.

Esta vez el enemigo somos nosotros mismos. La sociedad ha de reaccionar contra una deriva que, ciertamente, no es gratuita ni fruto de una suma de veleidades o de antojos. El actual modelo vital, escasísimamente idóneo para la procreación, no es resultado de una mera yuxtaposición de egoísmos (si bien, desde luego, muchísimo cuenta el factor del egoísmo y del indivualismo). Hay otros factores, según lo he señalado más arriba.

Lo peor de todo es la escasísima conciencia que tenemos del problema. Resulta asombroso que tanta gente siga, a estas alturas, empavorecida por la imaginaria explosión demográfica, una explosión temida en el segundo tercio del siglo pasado, si bien ya entonces los demógrafos más avisados se percataban de que nunca llegaría, pues el extraordinario crecimiento de nuestra especie entre 1800 y 1970 pronto empezaría a perder celeridad (según estaba ya comenzando a suceder en los países más industrializados) para, después, invertirse; eso es hoy lo que efectivamente sucede en todo el mundo desarrollado, pero también en no pocos países subdesarrollados, con un movimiento de curva expansiva.

Tomar conciencia de un problema no lo resuelve, pero es condición necesaria para solucionarlo. Muéstranos la experiencia histórica cuán grandísima ha sido, reiteradamente, nuestra capacidad para idear soluciones, para modificar nuestras vidas en aras de más bienestar. Tales soluciones nadie las había previsto, ni se podían prever. Nadie había imaginado, antes que se inventaran, ni la electricidad, ni el telégrafo, ni la locomoción con energía mineral, ni las sulfamidas, ni los insecticidas, ni los abonos químicos, ni las cosechadoras mecánicas, ni los antibióticos, ni la telefonía móvil. Ni siquiera se habían previsto nuestras actuales políticas de bienestar social –con todo lo imperfectas que sean.

Así pues, hoy por hoy tampoco podemos prever las soluciones al problema de nuestro declive demográfico, que es nuestro mayor desafío.

No es el único. Hay otros. La posibilidad de una guerra termonuclear se había ilusoriamente descartado desde los cambios políticos en Europa oriental a fines de los ochenta. Sabemos hoy que en ningún momento ha dejado de existir. Verosímilmente no conllevaría el fin de la especie humana, pero quizá sí un retroceso civilizatorio de varios siglos. Hasta ahora el instinto de conservación colectivo nos ha salvado de tal peligro y yo confío en que siga haciéndolo. Pero una seguridad del ciento por ciento no la tengo.

Mucho me temo que nada nos ayuda a encontrar soluciones a nuestros más acuciantes problemas reales el pesimismo, la visión deformada y autoflagelatoria de la humanidad, asociada al catastrofismo y al alarmismo sobre problemas que, sin duda, existen, pero que con muchísimo distan de ser los más graves.

Miércoles, 10 de Agosto de 2022

¿Qué pensar de la guerra rusoucraniana? 2ª Parte: EL DUALISMO EN EL DERECHO INTERNACIONAL

EL DUALISMO EN EL DERECHO PÚBLICO INTERNACIONAL

por Lorenzo Peña

Mi enorme aprecio –en los años noventa del siglo pasado– por el DPI (derecho público internacional), principalmente por influencia del maestro Georges Scelle, fue erosionándose paulatinamente por varias razones.

La primera de ellas fue que, muy pronto, en cuanto comencé a reflexionar, más honda y detenidamente, me adherí al dualismo, una opción doctrinal pasada de moda, que había prevalecido históricamente en la doctrina alemana e italiana del DPI entre finales del siglo XIX y mediados del XX. En Italia –a menos que esté yo equivocado– sigue siendo la doctrina profesada en las cátedras de esa disciplina. En los países germánicos pienso que dejó de ser la doctrina hegemónica tras la segunda guerra mundial, por un cúmulo de causas en las cuales no tiene sentido entrar aquí.

El dualismo es lo opuesto al monismo.

Ambos se enfrentan al siguiente problema. El DPI no es lo mismo que el viejo jus gentium de los escolásticos y de los jusfilósofos racionalistas de los siglos XVII y XVIII. Ese jus gentium era una derivación del derecho natural, sólo que pasada por un filtro de las costumbres y las convenciones, explícitas o implícitas, entre los pueblos, entre las gentes. Asemejábase más, en cierto modo, al moderno derecho internacional privado, un conjunto de reglas y cánones para facilitar la convivencia de individuos y familias de determinada proveniencia que residen en país extranjero pero cuyas vidas –en algunos aspectos jurídico-civiles– es normal que se ajusten, no a la normativa doméstica del país donde viven, sino, más bien, a la de su respectivo país de origen (dentro de ciertos límites como el orden público –en una acepción muy restringida). Que exista un derecho internacional privado es una cuestión de cortesía, de hospitalidad, de reciprocidad; podría no existir, pero saltan a la vista las ventajas de su existencia; por lo cual ni siquiera ha sido menester que se promulgue tal derecho de suyo (aunque sí, evidentemente, en su detallada normativa, variable según los países), puesto que ese derecho brota espontáneamente de la naturaleza misma de las relaciones entre los naturales del país y los extranjeros. A nadie se le ocurriría que la herencia de un tailandés de visita en España se haya de regular por las disposiciones sobre sucesión intestada o testamentaria del Código Civil español.

En cambio el DPI adquiere su única fuerza de obligar por ser derecho positivo. No niego que existan algunas normas jurídico-naturales de derecho internacional, como son la prohibición de la guerra injusta y el trato humanitario a nuestros semejantes, a todos los integrantes de la familia de Adán y Eva. Esas dos normas se deducen de un axioma, el de que, de algún modo y en alguna medida, existe un cierto bien público mundial que abarca a todos los seres humanos. No obstante, salta a la vista que, por un lado, ese bien público mundial sólo se asienta en una comunidad de toda la humanidad, la cual es un colectivo escasísimamente aglutinado, cuya mera realidad dista de ser evidente y que, en todo caso, es extremadamente laxo; por otro lado, cualquier norma que emane de un vínculo tan flojo ha de ser muy escasamente constriñente. ¿Ante quién va a responder un infractor de ese par de normas, vagas y meramente orientativas? Esas dos normas de paz y humanitarismo casi poseen el carácter de meros desiderata; su juridicidad es parcial. El derecho es una normativa que existe en virtud de la existencia misma de la sociedad y cuya razón de ser es el fin de la propia sociedad, o sea el bien común. Pero esa comunidad mundial apenas puede decirse que sea una sociedad y que posea un bien común; por lo cual apenas es verdad que en ella exista un orden normativo vigente únicamente en virtud de que estén esparcidas por las cinco partes del mundo las poblaciones humanas (todas del mismo tronco, todas oriundas de África).

A lo largo de los últimos lustros he venido desarrollando una teoría del jusnaturalismo aditivo en un número de libros, artículos, ensayos y discursos (p.ej. en mi Visión lógica del derecho [http://lorenzopena.e … ks/vision/index.html] y en mis Lecciones laurentinas [http://lorenzopena.e … lecciones/index.html]). Esa teoría se funda en que el derecho es una normativa cuya existencia misma y cuyos axiomas emanan de la mera existencia de la sociedad, de una sociedad, humana o no humana. Ciertamente en cada especie su normativa es peculiar, correspondiendo a las singularidades específicas. Carecería de sentido querer regular la convivencia en una sociedad humana según parámetros o cánones de conducta aplicables en sociedades de cetáceos o de insectos o incluso de otros antropoides, como nuestros primos cercanos los chimpancés. Pero no hemos de desconocer que la raíz misma de nuestro derecho estriba en que estamos ahí como especie social, que vivimos, naturalmente (sin necesidad alguna de un pacto), en sociedad, de lo cual emanan, decidámoslo o no, derechos y obligaciones, tanto de cada individuo para con el grupo (e indirectamente para con sus compañeros) cuanto del grupo para con los individuos.

Sobre ese sustrato naturalmente existente viene después erigido un derecho positivo, ya que uno de los teoremas del derecho natural es la exigencia de que se instituya una autoridad a la cual incumba el cuidado de la comunidad. Esa autoridad estará investida del poder legislativo. Sus prescripciones se incorporarán al derecho, sin eliminar ni rebajar ni revocar las normas jurídico-naturales. (De ahí que esta doctrina sea la de un jusnaturalismo aditivo.)

Ahora bien, la comunidad mundial de todos los hombres es, más que una sociedad propiamente dicha, un conglomerado de sociedades yuxtapuestas unidas por un remoto vínculo genético y por una necesidad de coexistencia; en algunos casos por nexos de vecindad –que, a lo largo de la historia, han tendido frecuentísimamente a ser relaciones de hostilidad o de enemistad, pues a las autoridades de cada sociedad les es preceptivo velar por el bien público de su sociedad, no por el ajeno.

No existiendo, en estricto rigor, una sociedad internacional, tampoco se da, propiamente (salvo en sentido lato y laxo), un bien público mundial ni nada similar. Ni, por consiguiente, existen autoridades internacionales a quienes esté confiada la tarea de cuidar de esa inexistente comunidad. No habiendo tales autoridades, ¿qué es el derecho internacional, qué es la ley internacional?

Su núcleo jurídico-natural ya hemos visto que es algo así como un esbozo, un par de cuasinormas cuyo estatuto es intermedio entre la mera moral y el derecho. En estricto rigor no es derecho salvo tendencialmente (en tanto en cuanto la propia sociedad mundial de los seres humanos es una proyección, que no una realidad actual). Mas, si bien el DPI apenas tiene un sustrato jurídico-natural que le sea propio, tiene una entidad, que se ha generado por las dos vías de las costumbres internacionalmente vinculantes y de los acuerdos entre diversos Estados.

Ahora bien, ¿en virtud de qué atribuciones y por medio de qué tipo de actos jurídicos pueden los Estados crear normas internacionalmente vinculantes, ora abrazando, arraigada y duraderamente, un hábito de conducta recíproca, ora enunciando conjuntamente un pacto o tratado?

En lo sucesivo dejo de lado la costumbre, para centrar mejor la dificultad. Lo primero que se nos ocurre (y que de hecho se les ocurrió a los estudiosos en el siglo XIX) es que los Estados acuerdan entre sí pactos del mismo modo que los individuos y los grupos privados establecen contratos (”el contrato es ley entre las partes”, reza un viejo adagio jurídico).

Sólo que resulta engañosa esa similitud, porque, dentro de una misma sociedad, es la legislación de esa sociedad la que prevé y regula la capacidad de los individuos y grupos privados de llegar a contratos en los cuales se instituyen obligaciones recíprocas, sinalagmáticas. Es, en último término, la propia ley (p.ej. el código civil y el mercantil, el estatuto de los trabajadores etc) la que crea las obligaciones que emanan de los contratos. La ley prescribe que, en el supuesto de que válidamente X y Z hayan pactado tal prestación de X a Z y tal contraprestación de Z a X, en ese supuesto X está obligado a dicha prestación, a menos que Z incumpla su propia obligación de contraprestación (pues non adimplenti non est adimplendum).

Cuando dos o más Estados suscriben un tratado, ¿de dónde emana la preceptividad de cumplirlo? Comprendo que, para un moralista, la respuesta es obvia: emana de que a ese cumplimiento se han comprometido, pues lo prometido es deuda y pacta sunt servanda.

Esa prescripción ética tendrá el valor que tenga en una filosofía moral, mas, de suyo, no posee preceptividad alguna jurídicamente. Sí, cierto, las promesas son vinculantes; ¡entendámonos! Son vinculantes –y eso con numerosas restricciones y condiciones– en el ordenamiento jurídico interno; mas no lo son por virtud exclusivamente de la voluntad del prometiente, sino por constituir un acto jurídico regulado por la ley que obliga a quien ha prometido a cumplir su promesa; insisto en que la ley no obliga a cumplir cualquier promesa, sino únicamente aquellas que puedan caracterizarse como contratos; y ni siquiera todas, puesto que numerosos contratos son, total o parcialmente, nulos o anulables o contienen cláusulas jurídicamente inexequibles.

Así pues, en el orden jurídico interno es la ley la fuente de la obligatoriedad del cumplimiento de las promesas, de determinadas promesas; y aun eso dentro de los límites y con las condiciones que preceptúa la ley.

Mas ¿qué ley es aquella que obliga a las altas partes contratantes en un tratado o acuerdo internacional a ejecutar lo acordado? Podemos decir que es la costumbre, el derecho consuetudinario, un elemento del jus gentium. ¿Es satisfactoria esa respuesta? Durante mucho tiempo pensé que lo era; hoy seriamente lo pongo en duda. Por las siguientes razones.

1ª. La costumbre vinculante es, ella misma, constitutiva de una norma jurídico-internacional por manifestar o materializar, arraigada y duraderamente, un implícito compromiso mutuo de los Estados. Su ráíz, por consiguiente, es la propia voluntad normativa de los Estados, aunque sea implícita. Por lo tanto hemos subido un peldaño, pero el mismísimo problema se vuelve a plantear: ¿qué es lo que hace vinculante el cumplimiento de ese compromiso mutuo implícitamente asumido por los Estados al actuar, persistente y duraderamente, ateniéndose a esa pauta consuetudinaria? Porque, en el fondo, decir que es la costumbre la que fija la preceptividad de los tratados nos retrotrae a la cuestión de cuál es la fuente de la preceptividad de la costumbre, la cual, al fin y al cabo, es una especie de tratado implícito.

2ª. Para que sea la costumbre internacional aquella que preceptúe un comportamiento (en este caso el comportamiento es el de atenerse a lo que se pacte en un tratado) es menester que esa costumbre no sea un mero uso fáctico, sino un hábito, si no unánime, sí amplísimamente generalizado, hondamente arraigado a lo largo de un luengo período de tiempo y al cual se han atenido los gobiernos, no de manera meramente fáctica, sino convencidos de que actuaban así cumpliendo una obligación (con la opinio juris seu necessitatis). Quizá paradójicamente es la arraigada y generalizada creencia en la preceptividad de la costumbre lo que genera esa misma preceptividad, la cual no preexiste a la conciencia de la misma.

3ª. En el orden jurídico interno, la preceptividad del cumplimiento de los contratos queda sujeta a un número de condiciones. Una de ellas es la cláusula rebus sic stantibus. Cláusula que, literalmente, no es de origen legislativo sino consuetudinario, doctrinal y jurisprudencial. Trátase de una circunstancia eximente excepcional que exonera de una obligación contractual a un contratante cuando, habiendo surgido graves e imprevisibles hechos que acarrean una honda y seria mutación vital, resulta, palmariamente, inexigible atenerse a lo anteriormente pactado, en un entorno social que ha venido trastrocado. Pues bien, en el orden internacional también es conocido el aserto del príncipe von Bismarck según el cual los tratados se concluyen siempre con la implícita cláusula rebus sic stantibus. Desde luego nadie duda del maquiavelismo y de la absoluta falta de escrúpulos y de decencia de ese político prusiano; acogerse, en su caso, a tal argucia no pasaba de ser un ardid para escabullirse de cumplir cualesquiera tratados en cuanto le conviniera hacerlo, siendo esa cláusula vaga y elástica como el chicle. Pero nadie duda de que, en el derecho internacional igual que en el nacional, ha de tener vigencia –al menos en algún grado– esa cláusula (o, acaso, otra similar, menos estirable, mejor definida; sólo que esa definición no consta en ningún texto, sino únicamente en las expectativas subjetivas). Ahora bien en el derecho interno es la ley y, en su defecto, la jurisprudencia la que va fijando cuáles son aquellas excepcionales modificacones de las circunstancias que exoneran del cumplimiento o incluso conllevan una fáctica cancelación del contrato. En el orden internacional no existe tal instancia, quedando, por ello, en la total indeterminación qué nuevas circunstancias ponen fin a la preceptividad del cumplimiento de un tratado –o a la obligación de cumplir todas y cada una de sus cláusulas. Eso relativiza muchísimo el fundamento de las obligaciones internacionales en la preceptividad de los convenios interestatales.

4ª. La experiencia histórica prueba que los Estados nunca han reconocido esa obligación ni se han atenido a ella. Es puramente mítica esa presunta costumbre internacional de atenerse a lo convenido y de cumplir lo pactado. No sólo los hechos desmienten tal costumbre, sino que reiteradamente muestran lo contrario. La única costumbre es la de que la parte interesada en el cumplimiento invoque dicha costumbre, pero no que todos actúen ajustando a ella su conducta; menos aún que lo hagan duradera y persistentemente, con la honda convicción de estar obrando así en virtud de una obligación internacional. (De hecho ¡cuántos gobernantes que han querido atenerse escrupulosamente a los tratados han salido desollados!)

Si, por consiguiente, la validez o vigencia de los tratados no resulta claro que se funde en una arraigada costumbre internacional de cumplirlos (costumbre cuya vigencia habría que demostrar), una idea alternativa fue la de algunos internacionalistas germanos en el siglo XIX según la cual los Estados contratantes, al suscribir un tratado, no realizan un acto jurídico sinalagmático, sino un acto conjunto de legislación, siendo coedictores simultáneos de la nueva norma así creada.

Esta tesis no se sostiene. La edicción y promulgación legislativa es un acto de habla performativo que, para que exista, tiene que atenerse a una pluralidad de condiciones. Ha de ser proferido por quien está revestido de la autoridad legislativa. Ha de hacerse con las formalidades y solemnidades que determinen la costumbre y el derecho constitucional. Ha de versar sobre las materias cuya regulación legislativa confía al legislador ese derecho constitucional.

En cambio, los tratados internacionales distan de ajustarse a esos requisitos. De hecho no es el poder legislativo el que los negocia ni el que los suscribe, sino el poder ejecutivo, aunque algunos de ellos (no todos) hayan de venir ratificados por las asambleas legislativas, donde las haya; pero en esa negociación no se siguen ni los trámites ni las formalidades del proceso legislativo. El acto jurídico de aprobar la ratificación no es igual al de adoptar un texto de ley; porque en última instancia, aunque el poder legislativo autorice la ratificación, corresponde normalmente a la jefatura del Estado el acto jurídico de la misma. Acto que cada jefe de Estado realiza por separado, desmintiendo así la fábula de la colegislación.

Además de eso, la Constitución de un Estado confiere al legislador una potestad de edictar leyes; poder incompartible. No le otorga el poder de colegislar con un gobernante extranjero. El poder de negociar y suscribir tratados internacionales es, constitucionalmente, irreducible al poder legislativo. Es una potestad singular, no reconducible a ninguna otra.

La preceptividad de lo internacionalmente convenido en tratados puede alternativamente retrotraerse al cumplimiento de un especial convenio internacional, a saber: el Convenio de Viena sobre la ley de los tratados del 23 de mayo de 1969. Sólo que ese convenio no es otra cosa que un tratado internacional, interestatal. ¿En virtud de qué obliga? ¿Quién o qué le ha otorgado esa capacidad de generar una preceptividad?

Todo lo anterior nos muestra hasta qué punto son problemáticos cualesquiera fundamentos en los que pretenda descansar o estribar la vinculatoriedad del derecho internacional. En el orden internacional no existe una sociedad con un bien común (salvo en sentido latísimo y flexible). Ni hay autoridad alguna a la cual esté confiado el cuidado de la comunidad.

¿Estoy negando la existencia del DPI? No del todo. Existe una normativa que recibe esa denominación, pero su juridicidad es cuestionable.

Supongamos, empero, que podemos disipar satisfactoriamente esas dudas y asentar firmemente la validez normativa del DPI. Lo que ahora me inquieta es si esa normativa se integra en un sistema jurídico unitario con el derecho interno.

El monismo juzga que no puede tratarse de dos normativas separadas e independientes. No cabe que el DPI preceptúe A y el derecho interno preceptúe no-A. Y, de suceder tal antinomia, será del mismo tipo que las antinomias que se producen en el propio derecho interno.

El dualismo, sin rechazar la existencia jurídica del DPI, juzga que constituye un orden normativo diverso, irreductible, separado, paralelo al ordenamiento jurídico propiamente dicho, que es el interno.

La controversia hizo correr ríos de tinta. Naturalmente no es éste el más idóneo lugar para volver sobre ella siguiendo los meandros del debate doctrinal. Durante un tiempo prevaleció la tesis dualista (hoy todavía predominante en algunos países). Pero después de la I Guerra Mundial el noble espíritu del pacifismo y del internacionalismo fue popularizando la tesis monista. Uno de sus adalides fue el ya citado Georges Scelle, inspirado en un hondo humanismo solidarista. Otro partidario del monismo fue Hans Kelsen. Sólo que, de estar integradas en un solo y mismo ordenamiento jurídico las obligaciones dimanantes de las leyes y las de los tratados, en caso de conflicto ¿cuál obligación prevalecerá? Para Scelle, la jurídicointernacional, lo cual lo lleva a negar la soberanía nacional. Los pueblos, para él, no son soberanos, quedando el derecho interno –incluso el constitucional– supeditado a lo que preceptúe el DPI.

Kelsen lo plantea de otro modo. A su entender no pueden existir antinomias jurídicas ni, por lo tanto, obligaciones jurídico-internacionales que contravengan las del derecho interno. De surgir una aparente antinomia, ha de existir una regla de cancelación, sea la que revoca la prescripción de la ley interna para hacer exequible el contenido de lo internacionalmente convenido, sea al revés, la que subordina ese convenio a la legalidad interna. Él no zanjó, pero sus discípulos se decantaron por la supremacía del DPI.

En el caso personal de Kelsen surgía, además, una dificultad adicional con su concepción piramidal del sistema normativo, en cuya cúspide estaría una hipotética Grundnorm, si bien ésta sería un ente ideal, no identificable con el texto constitucional, el cual únicamente vendría a ser una reverberación o plasmación imperfecta del ideal; en cualquier caso, ve uno mal cómo esa materialización, por imperfecta que sea, va a venir supeditada a un arrollador e inabarcable cúmulo de normas jurídico-internacionales, que no es más que un océano desordenado y desbordante, cuya estructura –o falta de estructura– impide que en él haya ninguna Grundnorm.

La supremacía del DPI plantea tres dificultades insoslayables.

1ª. ¿Está el DPI por encima de la propia Constitución o Ley fundamental del país? Entonces, efectivamente, se ha abolido la soberanía nacional. Pero tal abolición se ha hecho a hurtadillas, sustrayendo a los pueblos el debate sobre su abandono, que en ningún momento se planteó en las campañas para asambleas constituyentes ni en las deliberaciones constitucionales. Además –y sobre todo– resulta inadmisible ese supedtar a una instancia, en definitiva, foránea las futuras decisiones de un pueblo sobre su norma fundamental.

2ª. Una de las reglas de solución de antinomias jurídicas es la que se expresa en el adagio lex posterior derogat priori. El poder legislativo puede derogar o abrogar leyes anteriores; y, en no haciéndolo pero promulgando nuevas leyes que las contradicen, a la administración y a los jueces incumbe atenerse a ese adagio inaplicando las leyes viejas para aplicar las nuevas (en aquello en lo que entren en contradicción). Desde luego esa regla dista de solventar todos los problemas, pues colisiona a menudo con otras reglas; mas al menos ofrece una guía segura, enraizada en un principio fundamental del derecho. ¿Cómo se resuelve, en cambio, la contradicción entre una obligación dimanante de una norma jurídico-internacional y otra generada por la legislación interna? ¿Queda atado el legislador de pies y manos por todo el cúmulo de convenios internacionales, sin poder introducir novedades que los vulneren, ni siquiera cuando clamorosa y patentemente así lo requiera el bien público, en virtud de nuevas circunstancias, de nuevas tecnologías, de nuevas mentalidades, de situaciones imprevistas y hasta quizá imprevisibles?

3ª. Podría pasar la supremacía del DPI cuando éste se circunscribía a unas costumbres internacionales básicas de paz y de humanitarismo más unos poquísimos tratados internacionales que se podían contar con los dedos. Entonces podía quedar bastante claro qué se sustraía a la deliberación y a la decisión del poder legislativo –y hasta, si se quiere, del constituyente. Entonces ese DPI parecía ceñirse a unos principios del jus gentium, o sea casi una derivación del derecho natural. Tener que cumplir esas pocas obbligaciones sí se podía justificar en nombre de la preceptividad del bien público. Hoy, sin embargo, el DPI está formado por centenares de miles de prescripciones, que en su gran mayoría ni siquiera han venido negociadas por los representantes plenipotenciarios de los Estados ni debatidas después en los parlamentos para ser ratificadas. Lejos de eso, la gran mayoría de tales normas emanan de autoridades internacionales múltiples creadas por algún acuerdo internacional. Al suscribirlo y aprobarlo, pasaba desapercibida la amplitud que iba a alcanzar esa normativa derivada tanto para las asambleas legislativas cuanto, más aún, para las poblaciones presuntamente representadas por tales parlamentarios.

La mayoría de las normas de DPI (en número, insisto, de centenares de miles de preceptos, muchos de ellos en contradicción mutua) emanan de paneles que se reúnen sin luz ni taquígrafos, sin que se entere apenas la opinión pública, como p.ej. el comité de “expertos” que, por enumeración, sin criterio alguno médico-farmacéutico, escribe el elenco de sustancias arbitrariamente calificadas de “estupefacientes”. Cuando el Uruguay parcialmente despenalizó la venta de marihuana, pronunciáronse sonoramente autoridades jurídico-internacionales que manifestaron que esa ley uruguaya violaba la norma internacional.

Quedarían así sustraídas a la potestad legislativa amplísimos campos de la vida social, a causa de la asombrosa y desbordante proliferación de normas derivadas (y de convenios cuyo atractivo título garantiza una apriori aceptacción, sin apenas debate público). Desde la edad del matrimonio y de la permisión de relaciones sexuales hasta la de enrolamiento en fuerzas armadas (todo ello celosamente regulado en el convenio sobre los derechos del “niño”) hasta el uso de diversos espacios naturales y recursos minerales en el suelo patrio, pasando por las relaciones laborales y comerciales.

Naturalmente un grillete suplementario se han puesto los Estados adheridos a una organización dizque supranacional, como la Unión Europea, la OEA, la CEDEAO y otras así (las cuales, además, incurren sin contención alguna en un abuso jurídico al otorgarse, sin embozo ni recato, una interpretación extensivamente analógica de su potestas legiferendi).

La ONU ha sido el máximo abusador, violando sistemáticamente las limitaciones a su potestad normativa tajantemente enunciadas en su carta fundacional, que excluyen de manera absoluta cualquier ingerencia en asuntos internos de Estados miembros.

Llevóme pronto todo ese cúmulo de consideraciones a abrazar el dualismo (incluso ya en aquellos –hoy lejanos– años noventa, cuando confiaba yo en el potencial humanizador y civilizatorio del DPI). Entonces para mí el DPI era, cierto, un orden normativo real; pese a sus derivas y a sus excesos, eran favorables para el bien de la humanidad su existencia y su desarrollo; resultaban beneficiosos para la paz y la amistad entre los pueblos. Sólo que, siendo un orden normativo propio y separado, no se integraba en ninguna unidad sistemática con el ordenamiento jurídico interno. Apartados el uno del otro, poseía cada uno de los dos (el interno y el externo) sus propias pautas de creación y de revisión. La existencia de una obligación jurídica interna no creaba ninguna obligación –e incluso ningún derecho– desde el punto de vista jurídico-internacional; ni viceversa. La ley y, más aún, la constitución son independientes de cualesquiera normas jurídico-internacionales, ya sean consuetudinarias, convencionales o, ¡colmo de colmos!, derivadas (obra de comisiones, paneles, consejos, secretarías o cualesquiera otros órganos cuya legitimidad resulta de una delegación ilegítima).

En suma, incluso cuando yo era un verdadero creyente en el DPI (lo cual dejé de ser más tarde), en seguida me percaté de la insostenibilidad del monismo. No pueden quedar la deliberación pública y la potestad legislativa nacional supeditadas a decisiones de lejanas –a veces oscuras– comisiones que no tienen a su cuidado comunidad alguna ni toman sus decisiones para el bien público –dado que, en lo internacional, ni siquiera existe ese bien público.

Hoy se ha radicalizado mi dualismo (que, según he dicho, ya abracé en aquellos últimos años noventa, hará casi un cuarto de siglo). Porque actualmente soy muy escéptico sobre la juridicidad del DPI, por las razones que he aducido en este artículo. Aceptémoslo como una convención, respetada por mor de la conveniencia, pero bien deslindado, nítidamente separado del ordenamiento jurídico, que es el interno. El DPI no puede en ningún caso estar por encima del legítimo interés nacional, de la voluntad de los pueblos, de la soberanía estatal.

Isaiah Berlin y la contrailustración moralista (nuevo episodio del podcast)

Tras examinar más detalladamente las ideas centrales de Helvetius y el alcance de su discusión con Montesquieu, abordamos, punto por punto, las críticas que a Helvetius le dirige Iasaiah Berlin en su obra (inicialmente emitida por las ondas radiofónicas) de 1952, FREEDOM AND ITS BETRAYAL, críticas que considero en el contexto del inicio de la guerra fría, destacando varios aspeectos de la relevancia y la trayectoria personal e intelectual de Isaiah Berlin.
Este episodio acaba de perfilar el alcance de la controversia sobre si, para contribuir como filósofos a una mejora de la sociedad, estriba nuestra tarea en enseñar a la gente cuál debe ser su vida –para ajustarse a los valores auténticos– o bien dirigirnos al legislador (y a los aspirantes a futuros legisladores), abogando por una política legislativa favorable al pueblo (bonum publicum = bonum populi).

http://jurid.net/aud … a/2022-08-06_a03.mp3