EL DUALISMO EN EL DERECHO PÚBLICO INTERNACIONAL
por Lorenzo Peña
Mi enorme aprecio –en los años noventa del siglo pasado– por el DPI (derecho público internacional), principalmente por influencia del maestro Georges Scelle, fue erosionándose paulatinamente por varias razones.
La primera de ellas fue que, muy pronto, en cuanto comencé a reflexionar, más honda y detenidamente, me adherí al dualismo, una opción doctrinal pasada de moda, que había prevalecido históricamente en la doctrina alemana e italiana del DPI entre finales del siglo XIX y mediados del XX. En Italia –a menos que esté yo equivocado– sigue siendo la doctrina profesada en las cátedras de esa disciplina. En los países germánicos pienso que dejó de ser la doctrina hegemónica tras la segunda guerra mundial, por un cúmulo de causas en las cuales no tiene sentido entrar aquí.
El dualismo es lo opuesto al monismo.
Ambos se enfrentan al siguiente problema. El DPI no es lo mismo que el viejo jus gentium de los escolásticos y de los jusfilósofos racionalistas de los siglos XVII y XVIII. Ese jus gentium era una derivación del derecho natural, sólo que pasada por un filtro de las costumbres y las convenciones, explícitas o implícitas, entre los pueblos, entre las gentes. Asemejábase más, en cierto modo, al moderno derecho internacional privado, un conjunto de reglas y cánones para facilitar la convivencia de individuos y familias de determinada proveniencia que residen en país extranjero pero cuyas vidas –en algunos aspectos jurídico-civiles– es normal que se ajusten, no a la normativa doméstica del país donde viven, sino, más bien, a la de su respectivo país de origen (dentro de ciertos límites como el orden público –en una acepción muy restringida). Que exista un derecho internacional privado es una cuestión de cortesía, de hospitalidad, de reciprocidad; podría no existir, pero saltan a la vista las ventajas de su existencia; por lo cual ni siquiera ha sido menester que se promulgue tal derecho de suyo (aunque sí, evidentemente, en su detallada normativa, variable según los países), puesto que ese derecho brota espontáneamente de la naturaleza misma de las relaciones entre los naturales del país y los extranjeros. A nadie se le ocurriría que la herencia de un tailandés de visita en España se haya de regular por las disposiciones sobre sucesión intestada o testamentaria del Código Civil español.
En cambio el DPI adquiere su única fuerza de obligar por ser derecho positivo. No niego que existan algunas normas jurídico-naturales de derecho internacional, como son la prohibición de la guerra injusta y el trato humanitario a nuestros semejantes, a todos los integrantes de la familia de Adán y Eva. Esas dos normas se deducen de un axioma, el de que, de algún modo y en alguna medida, existe un cierto bien público mundial que abarca a todos los seres humanos. No obstante, salta a la vista que, por un lado, ese bien público mundial sólo se asienta en una comunidad de toda la humanidad, la cual es un colectivo escasísimamente aglutinado, cuya mera realidad dista de ser evidente y que, en todo caso, es extremadamente laxo; por otro lado, cualquier norma que emane de un vínculo tan flojo ha de ser muy escasamente constriñente. ¿Ante quién va a responder un infractor de ese par de normas, vagas y meramente orientativas? Esas dos normas de paz y humanitarismo casi poseen el carácter de meros desiderata; su juridicidad es parcial. El derecho es una normativa que existe en virtud de la existencia misma de la sociedad y cuya razón de ser es el fin de la propia sociedad, o sea el bien común. Pero esa comunidad mundial apenas puede decirse que sea una sociedad y que posea un bien común; por lo cual apenas es verdad que en ella exista un orden normativo vigente únicamente en virtud de que estén esparcidas por las cinco partes del mundo las poblaciones humanas (todas del mismo tronco, todas oriundas de África).
A lo largo de los últimos lustros he venido desarrollando una teoría del jusnaturalismo aditivo en un número de libros, artículos, ensayos y discursos (p.ej. en mi Visión lógica del derecho [http://lorenzopena.e … ks/vision/index.html] y en mis Lecciones laurentinas [http://lorenzopena.e … lecciones/index.html]). Esa teoría se funda en que el derecho es una normativa cuya existencia misma y cuyos axiomas emanan de la mera existencia de la sociedad, de una sociedad, humana o no humana. Ciertamente en cada especie su normativa es peculiar, correspondiendo a las singularidades específicas. Carecería de sentido querer regular la convivencia en una sociedad humana según parámetros o cánones de conducta aplicables en sociedades de cetáceos o de insectos o incluso de otros antropoides, como nuestros primos cercanos los chimpancés. Pero no hemos de desconocer que la raíz misma de nuestro derecho estriba en que estamos ahí como especie social, que vivimos, naturalmente (sin necesidad alguna de un pacto), en sociedad, de lo cual emanan, decidámoslo o no, derechos y obligaciones, tanto de cada individuo para con el grupo (e indirectamente para con sus compañeros) cuanto del grupo para con los individuos.
Sobre ese sustrato naturalmente existente viene después erigido un derecho positivo, ya que uno de los teoremas del derecho natural es la exigencia de que se instituya una autoridad a la cual incumba el cuidado de la comunidad. Esa autoridad estará investida del poder legislativo. Sus prescripciones se incorporarán al derecho, sin eliminar ni rebajar ni revocar las normas jurídico-naturales. (De ahí que esta doctrina sea la de un jusnaturalismo aditivo.)
Ahora bien, la comunidad mundial de todos los hombres es, más que una sociedad propiamente dicha, un conglomerado de sociedades yuxtapuestas unidas por un remoto vínculo genético y por una necesidad de coexistencia; en algunos casos por nexos de vecindad –que, a lo largo de la historia, han tendido frecuentísimamente a ser relaciones de hostilidad o de enemistad, pues a las autoridades de cada sociedad les es preceptivo velar por el bien público de su sociedad, no por el ajeno.
No existiendo, en estricto rigor, una sociedad internacional, tampoco se da, propiamente (salvo en sentido lato y laxo), un bien público mundial ni nada similar. Ni, por consiguiente, existen autoridades internacionales a quienes esté confiada la tarea de cuidar de esa inexistente comunidad. No habiendo tales autoridades, ¿qué es el derecho internacional, qué es la ley internacional?
Su núcleo jurídico-natural ya hemos visto que es algo así como un esbozo, un par de cuasinormas cuyo estatuto es intermedio entre la mera moral y el derecho. En estricto rigor no es derecho salvo tendencialmente (en tanto en cuanto la propia sociedad mundial de los seres humanos es una proyección, que no una realidad actual). Mas, si bien el DPI apenas tiene un sustrato jurídico-natural que le sea propio, tiene una entidad, que se ha generado por las dos vías de las costumbres internacionalmente vinculantes y de los acuerdos entre diversos Estados.
Ahora bien, ¿en virtud de qué atribuciones y por medio de qué tipo de actos jurídicos pueden los Estados crear normas internacionalmente vinculantes, ora abrazando, arraigada y duraderamente, un hábito de conducta recíproca, ora enunciando conjuntamente un pacto o tratado?
En lo sucesivo dejo de lado la costumbre, para centrar mejor la dificultad. Lo primero que se nos ocurre (y que de hecho se les ocurrió a los estudiosos en el siglo XIX) es que los Estados acuerdan entre sí pactos del mismo modo que los individuos y los grupos privados establecen contratos (”el contrato es ley entre las partes”, reza un viejo adagio jurídico).
Sólo que resulta engañosa esa similitud, porque, dentro de una misma sociedad, es la legislación de esa sociedad la que prevé y regula la capacidad de los individuos y grupos privados de llegar a contratos en los cuales se instituyen obligaciones recíprocas, sinalagmáticas. Es, en último término, la propia ley (p.ej. el código civil y el mercantil, el estatuto de los trabajadores etc) la que crea las obligaciones que emanan de los contratos. La ley prescribe que, en el supuesto de que válidamente X y Z hayan pactado tal prestación de X a Z y tal contraprestación de Z a X, en ese supuesto X está obligado a dicha prestación, a menos que Z incumpla su propia obligación de contraprestación (pues non adimplenti non est adimplendum).
Cuando dos o más Estados suscriben un tratado, ¿de dónde emana la preceptividad de cumplirlo? Comprendo que, para un moralista, la respuesta es obvia: emana de que a ese cumplimiento se han comprometido, pues lo prometido es deuda y pacta sunt servanda.
Esa prescripción ética tendrá el valor que tenga en una filosofía moral, mas, de suyo, no posee preceptividad alguna jurídicamente. Sí, cierto, las promesas son vinculantes; ¡entendámonos! Son vinculantes –y eso con numerosas restricciones y condiciones– en el ordenamiento jurídico interno; mas no lo son por virtud exclusivamente de la voluntad del prometiente, sino por constituir un acto jurídico regulado por la ley que obliga a quien ha prometido a cumplir su promesa; insisto en que la ley no obliga a cumplir cualquier promesa, sino únicamente aquellas que puedan caracterizarse como contratos; y ni siquiera todas, puesto que numerosos contratos son, total o parcialmente, nulos o anulables o contienen cláusulas jurídicamente inexequibles.
Así pues, en el orden jurídico interno es la ley la fuente de la obligatoriedad del cumplimiento de las promesas, de determinadas promesas; y aun eso dentro de los límites y con las condiciones que preceptúa la ley.
Mas ¿qué ley es aquella que obliga a las altas partes contratantes en un tratado o acuerdo internacional a ejecutar lo acordado? Podemos decir que es la costumbre, el derecho consuetudinario, un elemento del jus gentium. ¿Es satisfactoria esa respuesta? Durante mucho tiempo pensé que lo era; hoy seriamente lo pongo en duda. Por las siguientes razones.
1ª. La costumbre vinculante es, ella misma, constitutiva de una norma jurídico-internacional por manifestar o materializar, arraigada y duraderamente, un implícito compromiso mutuo de los Estados. Su ráíz, por consiguiente, es la propia voluntad normativa de los Estados, aunque sea implícita. Por lo tanto hemos subido un peldaño, pero el mismísimo problema se vuelve a plantear: ¿qué es lo que hace vinculante el cumplimiento de ese compromiso mutuo implícitamente asumido por los Estados al actuar, persistente y duraderamente, ateniéndose a esa pauta consuetudinaria? Porque, en el fondo, decir que es la costumbre la que fija la preceptividad de los tratados nos retrotrae a la cuestión de cuál es la fuente de la preceptividad de la costumbre, la cual, al fin y al cabo, es una especie de tratado implícito.
2ª. Para que sea la costumbre internacional aquella que preceptúe un comportamiento (en este caso el comportamiento es el de atenerse a lo que se pacte en un tratado) es menester que esa costumbre no sea un mero uso fáctico, sino un hábito, si no unánime, sí amplísimamente generalizado, hondamente arraigado a lo largo de un luengo período de tiempo y al cual se han atenido los gobiernos, no de manera meramente fáctica, sino convencidos de que actuaban así cumpliendo una obligación (con la opinio juris seu necessitatis). Quizá paradójicamente es la arraigada y generalizada creencia en la preceptividad de la costumbre lo que genera esa misma preceptividad, la cual no preexiste a la conciencia de la misma.
3ª. En el orden jurídico interno, la preceptividad del cumplimiento de los contratos queda sujeta a un número de condiciones. Una de ellas es la cláusula rebus sic stantibus. Cláusula que, literalmente, no es de origen legislativo sino consuetudinario, doctrinal y jurisprudencial. Trátase de una circunstancia eximente excepcional que exonera de una obligación contractual a un contratante cuando, habiendo surgido graves e imprevisibles hechos que acarrean una honda y seria mutación vital, resulta, palmariamente, inexigible atenerse a lo anteriormente pactado, en un entorno social que ha venido trastrocado. Pues bien, en el orden internacional también es conocido el aserto del príncipe von Bismarck según el cual los tratados se concluyen siempre con la implícita cláusula rebus sic stantibus. Desde luego nadie duda del maquiavelismo y de la absoluta falta de escrúpulos y de decencia de ese político prusiano; acogerse, en su caso, a tal argucia no pasaba de ser un ardid para escabullirse de cumplir cualesquiera tratados en cuanto le conviniera hacerlo, siendo esa cláusula vaga y elástica como el chicle. Pero nadie duda de que, en el derecho internacional igual que en el nacional, ha de tener vigencia –al menos en algún grado– esa cláusula (o, acaso, otra similar, menos estirable, mejor definida; sólo que esa definición no consta en ningún texto, sino únicamente en las expectativas subjetivas). Ahora bien en el derecho interno es la ley y, en su defecto, la jurisprudencia la que va fijando cuáles son aquellas excepcionales modificacones de las circunstancias que exoneran del cumplimiento o incluso conllevan una fáctica cancelación del contrato. En el orden internacional no existe tal instancia, quedando, por ello, en la total indeterminación qué nuevas circunstancias ponen fin a la preceptividad del cumplimiento de un tratado –o a la obligación de cumplir todas y cada una de sus cláusulas. Eso relativiza muchísimo el fundamento de las obligaciones internacionales en la preceptividad de los convenios interestatales.
4ª. La experiencia histórica prueba que los Estados nunca han reconocido esa obligación ni se han atenido a ella. Es puramente mítica esa presunta costumbre internacional de atenerse a lo convenido y de cumplir lo pactado. No sólo los hechos desmienten tal costumbre, sino que reiteradamente muestran lo contrario. La única costumbre es la de que la parte interesada en el cumplimiento invoque dicha costumbre, pero no que todos actúen ajustando a ella su conducta; menos aún que lo hagan duradera y persistentemente, con la honda convicción de estar obrando así en virtud de una obligación internacional. (De hecho ¡cuántos gobernantes que han querido atenerse escrupulosamente a los tratados han salido desollados!)
Si, por consiguiente, la validez o vigencia de los tratados no resulta claro que se funde en una arraigada costumbre internacional de cumplirlos (costumbre cuya vigencia habría que demostrar), una idea alternativa fue la de algunos internacionalistas germanos en el siglo XIX según la cual los Estados contratantes, al suscribir un tratado, no realizan un acto jurídico sinalagmático, sino un acto conjunto de legislación, siendo coedictores simultáneos de la nueva norma así creada.
Esta tesis no se sostiene. La edicción y promulgación legislativa es un acto de habla performativo que, para que exista, tiene que atenerse a una pluralidad de condiciones. Ha de ser proferido por quien está revestido de la autoridad legislativa. Ha de hacerse con las formalidades y solemnidades que determinen la costumbre y el derecho constitucional. Ha de versar sobre las materias cuya regulación legislativa confía al legislador ese derecho constitucional.
En cambio, los tratados internacionales distan de ajustarse a esos requisitos. De hecho no es el poder legislativo el que los negocia ni el que los suscribe, sino el poder ejecutivo, aunque algunos de ellos (no todos) hayan de venir ratificados por las asambleas legislativas, donde las haya; pero en esa negociación no se siguen ni los trámites ni las formalidades del proceso legislativo. El acto jurídico de aprobar la ratificación no es igual al de adoptar un texto de ley; porque en última instancia, aunque el poder legislativo autorice la ratificación, corresponde normalmente a la jefatura del Estado el acto jurídico de la misma. Acto que cada jefe de Estado realiza por separado, desmintiendo así la fábula de la colegislación.
Además de eso, la Constitución de un Estado confiere al legislador una potestad de edictar leyes; poder incompartible. No le otorga el poder de colegislar con un gobernante extranjero. El poder de negociar y suscribir tratados internacionales es, constitucionalmente, irreducible al poder legislativo. Es una potestad singular, no reconducible a ninguna otra.
La preceptividad de lo internacionalmente convenido en tratados puede alternativamente retrotraerse al cumplimiento de un especial convenio internacional, a saber: el Convenio de Viena sobre la ley de los tratados del 23 de mayo de 1969. Sólo que ese convenio no es otra cosa que un tratado internacional, interestatal. ¿En virtud de qué obliga? ¿Quién o qué le ha otorgado esa capacidad de generar una preceptividad?
Todo lo anterior nos muestra hasta qué punto son problemáticos cualesquiera fundamentos en los que pretenda descansar o estribar la vinculatoriedad del derecho internacional. En el orden internacional no existe una sociedad con un bien común (salvo en sentido latísimo y flexible). Ni hay autoridad alguna a la cual esté confiado el cuidado de la comunidad.
¿Estoy negando la existencia del DPI? No del todo. Existe una normativa que recibe esa denominación, pero su juridicidad es cuestionable.
Supongamos, empero, que podemos disipar satisfactoriamente esas dudas y asentar firmemente la validez normativa del DPI. Lo que ahora me inquieta es si esa normativa se integra en un sistema jurídico unitario con el derecho interno.
El monismo juzga que no puede tratarse de dos normativas separadas e independientes. No cabe que el DPI preceptúe A y el derecho interno preceptúe no-A. Y, de suceder tal antinomia, será del mismo tipo que las antinomias que se producen en el propio derecho interno.
El dualismo, sin rechazar la existencia jurídica del DPI, juzga que constituye un orden normativo diverso, irreductible, separado, paralelo al ordenamiento jurídico propiamente dicho, que es el interno.
La controversia hizo correr ríos de tinta. Naturalmente no es éste el más idóneo lugar para volver sobre ella siguiendo los meandros del debate doctrinal. Durante un tiempo prevaleció la tesis dualista (hoy todavía predominante en algunos países). Pero después de la I Guerra Mundial el noble espíritu del pacifismo y del internacionalismo fue popularizando la tesis monista. Uno de sus adalides fue el ya citado Georges Scelle, inspirado en un hondo humanismo solidarista. Otro partidario del monismo fue Hans Kelsen. Sólo que, de estar integradas en un solo y mismo ordenamiento jurídico las obligaciones dimanantes de las leyes y las de los tratados, en caso de conflicto ¿cuál obligación prevalecerá? Para Scelle, la jurídicointernacional, lo cual lo lleva a negar la soberanía nacional. Los pueblos, para él, no son soberanos, quedando el derecho interno –incluso el constitucional– supeditado a lo que preceptúe el DPI.
Kelsen lo plantea de otro modo. A su entender no pueden existir antinomias jurídicas ni, por lo tanto, obligaciones jurídico-internacionales que contravengan las del derecho interno. De surgir una aparente antinomia, ha de existir una regla de cancelación, sea la que revoca la prescripción de la ley interna para hacer exequible el contenido de lo internacionalmente convenido, sea al revés, la que subordina ese convenio a la legalidad interna. Él no zanjó, pero sus discípulos se decantaron por la supremacía del DPI.
En el caso personal de Kelsen surgía, además, una dificultad adicional con su concepción piramidal del sistema normativo, en cuya cúspide estaría una hipotética Grundnorm, si bien ésta sería un ente ideal, no identificable con el texto constitucional, el cual únicamente vendría a ser una reverberación o plasmación imperfecta del ideal; en cualquier caso, ve uno mal cómo esa materialización, por imperfecta que sea, va a venir supeditada a un arrollador e inabarcable cúmulo de normas jurídico-internacionales, que no es más que un océano desordenado y desbordante, cuya estructura –o falta de estructura– impide que en él haya ninguna Grundnorm.
La supremacía del DPI plantea tres dificultades insoslayables.
1ª. ¿Está el DPI por encima de la propia Constitución o Ley fundamental del país? Entonces, efectivamente, se ha abolido la soberanía nacional. Pero tal abolición se ha hecho a hurtadillas, sustrayendo a los pueblos el debate sobre su abandono, que en ningún momento se planteó en las campañas para asambleas constituyentes ni en las deliberaciones constitucionales. Además –y sobre todo– resulta inadmisible ese supedtar a una instancia, en definitiva, foránea las futuras decisiones de un pueblo sobre su norma fundamental.
2ª. Una de las reglas de solución de antinomias jurídicas es la que se expresa en el adagio lex posterior derogat priori. El poder legislativo puede derogar o abrogar leyes anteriores; y, en no haciéndolo pero promulgando nuevas leyes que las contradicen, a la administración y a los jueces incumbe atenerse a ese adagio inaplicando las leyes viejas para aplicar las nuevas (en aquello en lo que entren en contradicción). Desde luego esa regla dista de solventar todos los problemas, pues colisiona a menudo con otras reglas; mas al menos ofrece una guía segura, enraizada en un principio fundamental del derecho. ¿Cómo se resuelve, en cambio, la contradicción entre una obligación dimanante de una norma jurídico-internacional y otra generada por la legislación interna? ¿Queda atado el legislador de pies y manos por todo el cúmulo de convenios internacionales, sin poder introducir novedades que los vulneren, ni siquiera cuando clamorosa y patentemente así lo requiera el bien público, en virtud de nuevas circunstancias, de nuevas tecnologías, de nuevas mentalidades, de situaciones imprevistas y hasta quizá imprevisibles?
3ª. Podría pasar la supremacía del DPI cuando éste se circunscribía a unas costumbres internacionales básicas de paz y de humanitarismo más unos poquísimos tratados internacionales que se podían contar con los dedos. Entonces podía quedar bastante claro qué se sustraía a la deliberación y a la decisión del poder legislativo –y hasta, si se quiere, del constituyente. Entonces ese DPI parecía ceñirse a unos principios del jus gentium, o sea casi una derivación del derecho natural. Tener que cumplir esas pocas obbligaciones sí se podía justificar en nombre de la preceptividad del bien público. Hoy, sin embargo, el DPI está formado por centenares de miles de prescripciones, que en su gran mayoría ni siquiera han venido negociadas por los representantes plenipotenciarios de los Estados ni debatidas después en los parlamentos para ser ratificadas. Lejos de eso, la gran mayoría de tales normas emanan de autoridades internacionales múltiples creadas por algún acuerdo internacional. Al suscribirlo y aprobarlo, pasaba desapercibida la amplitud que iba a alcanzar esa normativa derivada tanto para las asambleas legislativas cuanto, más aún, para las poblaciones presuntamente representadas por tales parlamentarios.
La mayoría de las normas de DPI (en número, insisto, de centenares de miles de preceptos, muchos de ellos en contradicción mutua) emanan de paneles que se reúnen sin luz ni taquígrafos, sin que se entere apenas la opinión pública, como p.ej. el comité de “expertos” que, por enumeración, sin criterio alguno médico-farmacéutico, escribe el elenco de sustancias arbitrariamente calificadas de “estupefacientes”. Cuando el Uruguay parcialmente despenalizó la venta de marihuana, pronunciáronse sonoramente autoridades jurídico-internacionales que manifestaron que esa ley uruguaya violaba la norma internacional.
Quedarían así sustraídas a la potestad legislativa amplísimos campos de la vida social, a causa de la asombrosa y desbordante proliferación de normas derivadas (y de convenios cuyo atractivo título garantiza una apriori aceptacción, sin apenas debate público). Desde la edad del matrimonio y de la permisión de relaciones sexuales hasta la de enrolamiento en fuerzas armadas (todo ello celosamente regulado en el convenio sobre los derechos del “niño”) hasta el uso de diversos espacios naturales y recursos minerales en el suelo patrio, pasando por las relaciones laborales y comerciales.
Naturalmente un grillete suplementario se han puesto los Estados adheridos a una organización dizque supranacional, como la Unión Europea, la OEA, la CEDEAO y otras así (las cuales, además, incurren sin contención alguna en un abuso jurídico al otorgarse, sin embozo ni recato, una interpretación extensivamente analógica de su potestas legiferendi).
La ONU ha sido el máximo abusador, violando sistemáticamente las limitaciones a su potestad normativa tajantemente enunciadas en su carta fundacional, que excluyen de manera absoluta cualquier ingerencia en asuntos internos de Estados miembros.
Llevóme pronto todo ese cúmulo de consideraciones a abrazar el dualismo (incluso ya en aquellos –hoy lejanos– años noventa, cuando confiaba yo en el potencial humanizador y civilizatorio del DPI). Entonces para mí el DPI era, cierto, un orden normativo real; pese a sus derivas y a sus excesos, eran favorables para el bien de la humanidad su existencia y su desarrollo; resultaban beneficiosos para la paz y la amistad entre los pueblos. Sólo que, siendo un orden normativo propio y separado, no se integraba en ninguna unidad sistemática con el ordenamiento jurídico interno. Apartados el uno del otro, poseía cada uno de los dos (el interno y el externo) sus propias pautas de creación y de revisión. La existencia de una obligación jurídica interna no creaba ninguna obligación –e incluso ningún derecho– desde el punto de vista jurídico-internacional; ni viceversa. La ley y, más aún, la constitución son independientes de cualesquiera normas jurídico-internacionales, ya sean consuetudinarias, convencionales o, ¡colmo de colmos!, derivadas (obra de comisiones, paneles, consejos, secretarías o cualesquiera otros órganos cuya legitimidad resulta de una delegación ilegítima).
En suma, incluso cuando yo era un verdadero creyente en el DPI (lo cual dejé de ser más tarde), en seguida me percaté de la insostenibilidad del monismo. No pueden quedar la deliberación pública y la potestad legislativa nacional supeditadas a decisiones de lejanas –a veces oscuras– comisiones que no tienen a su cuidado comunidad alguna ni toman sus decisiones para el bien público –dado que, en lo internacional, ni siquiera existe ese bien público.
Hoy se ha radicalizado mi dualismo (que, según he dicho, ya abracé en aquellos últimos años noventa, hará casi un cuarto de siglo). Porque actualmente soy muy escéptico sobre la juridicidad del DPI, por las razones que he aducido en este artículo. Aceptémoslo como una convención, respetada por mor de la conveniencia, pero bien deslindado, nítidamente separado del ordenamiento jurídico, que es el interno. El DPI no puede en ningún caso estar por encima del legítimo interés nacional, de la voluntad de los pueblos, de la soberanía estatal.