Sabado, 11 de Deciembre de 2021
Elogio del siglo XX. Primera parte
(Comentario a Andrés Trapiello)
por Lorenzo Peña
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En su deliciosa biografía Las vidas de Miguel de Cervantes (1993, 2004, p.259) dice Andrés Trapiello:
[…] si don Quijote y Sancho […] hubieran vuelto a España en 1905, cuando se celebraba el tercer centenario de la publicación de su historia, habrían reconocido más o menos todo, porque España estaba aproximadamente en el mismo estado en que ellos la habían dejado, la gente se trasladaba de un pueblo a otro en caballerías o en tartana, no había luz eléctrica, ni coches, ni televisores ni bolsas de plástico en las cunetas ni sucursales bancarias.
Pero primero la guerra civil del año 1936 y luego el Plan de Estabilización de 1959, con el desarrollismo y el turismo, acabaron con la España cervantina de una manera terminante. No dejaron de ella absolutamente nada, y casi diríamos que leemos el Quijote hoy como leemos la Ilíada […] ambos libros nos hablan ya de mundos fatalmente extinguidos.
Trapiello es un genuino escritor a carta cabal, con una pluma cuidada, sutil y atractiva. (Cierto que suele haber en sus textos algo de desasosegante, un cierto nihilismo, un desengaño.)
Paréceme incurrir en tres exageraciones la cita que he reproducido.
He aquí la primera de ellas. El mundo de Cervantes no nos resulta tan extraño y ajeno como el de la Ilíada. ¡Ni remotamente! Homero cuenta una historia mitológica sobre un sitio legendario en unos tiempos de espeluznante ferocidad. Su mundo jamás existió; de haber existido, ya en la Grecia clásica y esclavista resultaba, como mínimo, arcaico —aunque, en verdad, ni siquiera eso.
Cervantes escribe en y sobre un país que sigue existiendo, España; en una lengua que seguimos hablando, el español; refiriéndose a comarcas, regiones, ciudades y pueblos que siguen estando ahí; con el transfondo del catolicismo tridentino, que continúa hoy (nominalmente) asumido por la mayoría de los españoles. Todavía persisten (sólo que, eso sí, a la altura de 2021, más marchitas que cuando —hace casi seis lustros— escribió su libro Trapiello) no pocas de las instituciones que Don Miguel daba por sentadas (p.ej. el matrimonio cristiano monogámico).
La segunda exageración de Trapiello radica en la presunta similitud de la España de 1905 con la de 1605. El escritor es víctima de un error óptico muy común, consistente en, mirando desde el avance técnico y las innovaciones costumbristas de nuestro tiempo, acercar demasiado dos tiempos pretéritos, subestimando la distancia entre ellos (no hablo de la cronológica, sino la atinente a la vida cotidiana).
La España de 1905 efectivamente tenía esos rasgos que enumera Trapiello (aunque, en realidad, ya había algunos automóviles y existía la luz eléctrica –todavía, cierto, apenas usada); mas en ella la mayoría de los viajes largos se hacían en ferrocarril (o en buque de vapor), las noticias circulaban con celeridad gracias al telégrafo, las imágenes quedaban grabadas en fotografías y en las ciudades como Madrid circulaban bicicletas y tranvías de mulas.
Las calles estaban empedradas y alumbradas (con gas); además los barrios disponían de alcantarillado. Iniciábase el suministro de agua a las viviendas (al principio sólo hasta el patio) —si bien, ciertamente, todavía en ciertos barrios el agua la aportaban los aguadores. Había periódicos, quioscos de lotería y cafés.
Gracias al tren, en el Madrid de 1905 se comía pescado. Sobre todo, la patata había pasado a ser base de la alimentación popular. Las conservas en lata habían aportado proteínas a las familias humildes. Había tenido lugar así una revolución culinaria.
Hubiera desconcertado a Cervantes la indumentaria de aquel Madrid de comienzos del novecientos (especialmente la masculina). Los avances de la industria textil habían cambiado los tejidos; la moda había alterado radicalmente la figura humana.
El hierro se había generalizado para muchos utensilios y el principal combustible ya no era la leña, sino el carbón.
En 1905 ya había equipos de fútbol y competiciones deportivas. Ya se iba a la playa en bañador. Muchos hombres practicaban la gimnasia. Impartíanse clases de esperanto. Estaban inventados (aunque no generalizados) el teléfono, el cinematógrafo y el gramófono. Muchas familias, incluso modestas, desponían de máquina de coser (de pedal o de manivela).
Otras diferencias entre 1605 y 1905 eran la inexistencia de la Inquisición, la prohibición del tormento (no siempre respetada del todo) y la ausencia de ejecuciones públicas. La censura de libros había sido abolida.
En la España de 1905 había templos protestantes (sometidos a una regla de discreción). También había jardines públicos, museos, bibliotecas, conservatorios de música y escuelas técnicas. Representábanse óperas y zarzuelas. Todo eso hubiera sido exótico e impensable para Cervantes.
Incluso en aquello que había permanecido, muchas innovaciones diferenciaban la vida a tres siglos de distancia. Los carruajes eran muy distintos e incluso las mismas caballerías se habían modificado por obra de la zootecnia. Los caminos de 1905 poca semejanza guardaban con los de tiempos de Cervantes. Los hoteles y restoranes de 1900 no eran como las posadas y los mesones de 1600.
Sin hablar ya de qué extrañeza habría sentido el gran alcalaíno al oír hablar del congreso y del senado, de liberales y conservadores (y socialistas también), de la oposición parlamentaria, de la constitución, de los mítines electorales y de las reñidas elecciones por sufragio universal (masculino y del cual estaban excluidos los jóvenes). Saber de partidos políticos, de huelgas y de sindicatos. O de la guerra ruso-japonesa, que concluía ese mismo año con la victoria nipona.
Además, el primer feminismo había dado pasos gigantescos. Las labores de oficina se habían feminizado (y la presencia femenina era masiva también en otros sectores de la vida laboral).
La tercera exageración de Trapiello consiste en minimizar la diferencia entre la España de 1905 y la de 1935, o sea la inmediatamente anterior al evento que, para él, marca el inicio de la España hodierna. Esa España de 1935 ya tenía una mayoría de población urbana. Había dejado de ser un país rural.
En la España de 1935 las caballerías (todavía presentes) iban quedando, más bien, como un residuo del pasado, desplazadas por la locomoción motorizada. Uníanse al ferrocarril los camiones, coches, autocares, autobuses, tranvías y metro. Estaban pujantes el alumbrado eléctrico, el teléfono, el cine y la radiodifusión (de onda corta o media). Ya algunos ricos empezaban a viajar en avión.
La moda vestimentaria se había modificado mucho más (principalmente la femenina), acercándose a la de hoy. La medicina contaba con rayos equis; los médicos recetaban sulfamidas y vitaminas. Practicábanse con anestesia las operaciones quirúrgicas. Los oficinistas tecleaban en máquinas de escribir y los secretarios tomaban notas en taquigrafía. Imprimíase la prensa con linotipias. Adornaban (o afeaban) los espacios públicos de las ciudades grandes carteles publicitarios (además de las señales luminosas). Muchas carreteras estaban asfaltadas. Los sonidos se difundían mediante altavoces.
En 1935 había mujeres parlamentarias y líderes políticos de sexo femenino. En España ya existía el sufragio igualitario de ambos sexos y la Constitución consagraba la total igualdad de derechos en el matrimonio.
No hay que olvidar otros adelantos sociales de la II República, como la Reforma Agraria (que estaba modernizando la vida en el campo, cuando fue cortada de cuajo por la sublevación militar de 1936) y las misiones pedagógicas, que llevaron la cultura y la lectura a las zonas rurales.
Cuando vemos documentales de los años treinta nos da la impresión de estar viendo nuestro mismo mundo, en lo esencial. (Claro que eso no deja de ser una apariencia.) Puede extrañarnos que hombres y mujeres caminen por la calle con sombrero y que el diseño de los automóviles carezca de las líneas aerodinámicas a que estamos habituados; son detalles.
Por otro lado, los hitos que apunta Trapiello (guerra civil y plan de estabilización) distan de ser todo lo significativos que él cree. La España de 1940 era mucho más arcaica y atrasada que la de 1935 (el PIB de preguerra sólo se recuperará a mediados de los cincuenta).
En 1935 los nuevos edificios de altura tenían ascensores (que se habían inventado a finales del siglo anterior, pero que sólo se generalizaron después de 1905). Alzábase, en la Gran Vía madrileña, el rascacielos de la Telefónica. Ya estaban empezando a generalizarse las motos (cuya importancia social irá en aumento, sobre todo en los años cincuenta, con los nuevos modelos italianos).
Muchos aparatos se fabricaban con acero inoxidable (inventado en 1916)
Saltando al año 1959, al arrancar el plan de estabilización, ya existían (más o menos generalizadas) la televisión y la cinta magnetofónica, las pilas eléctricas, la aviación comercial, la cinematografía en color; muchos hogares disponían de olla a presión, plancha eléctrica, aspirador, cocina de gas, batidora-trituradora, molinillo eléctrico del café, cafeteras exprés, cacerolas de aluminio, lámparas fluorescentes, relojes de pulsera, frigorífico (o, al menos, nevera de hielo), lavadora (de hélice —todavía no de tambor). Entre las novedades estaban el celofán, el esparadrapo, el scotch (celo), los autocolantes y las cremalleras (según las conocemos hoy).
Había llegado el gas butano. Con él empezó a generalizarse la ducha Muchos objetos caseros eran de plástico. Usábanse los nuevos materiales: baquelita, hule, formica, duralex, pírex. En ropa barata comprábanse prendas de nilón u otras fibras sintéticas. Empezaban a popularizar la música los discos de vinilo y los nuevos gramófonos («tocadiscos» se llamaron). También se empezaba a usar el bolígrafo. (La pluma estilográfica y el lapicero eran inventos anteriores, pero, desde luego, no de los tiempos de Cervantes.)
Otros muchos inventos habían abierto a amplias masas posibilidades antes insospechadas. Existían multicopistas (no sólo ampliamente utilizadas en las Facultades para imprimir poligrafiados –frecuentemente apuntes de clase–, sino, principalmente, el instrumento idóneo para la propaganda de organizaciones clandestinas, que no podían acudir a la imprenta)
La medicina había sufrido otra revolución gracias principal, no únicamente, a los antibióticos y a las vacunas (p.ej. la antivariólica). Ya existía la cortisona. Empezaban a descubrirse los antidepresivos (el anafranil). La esperanza de vida había aumentado considerablemente. Ya se acudía a nuevos tratamientos oncológicos (radioterapia y quimioterapia).
Las costumbres habían sufrido también una importante evolución. Si el desenlace de la guerra civil en 1939 marcó una brutal marcha atrás, la asfixiante imposición de obsoletas pautas de conducta no resistió la erosión del espíritu de los tiempos.
Al campo ya habían llegado los insecticidas, los fertilizantes químicos y la maquinaria agrícola. Su uso estaba aún poco difundido en el agro hispano, muy atrasado con respecto al de otros países más industrializados.
Iba extendiéndose la enseñanza media. Asimismo estaban comenzando a crecer las Universidades. Sobre todo en algunas carreras, ya era femenina una parte no desdeñable de su alumnado. Ya existían las vacaciones pagadas, la seguridad social y el seguro de vejez (la jubilación).
Todo eso, antes del plan de estabilización e independientemente de él. Dicho plan de momento acarreó un retroceso, con la ruina de miles de empresas que no pudieron aguantar aquel estrujamiento. La salida fue la emigración masiva. Unos dos millones de trabajadores españoles emigraron a Europa. (Entre ellos muchos braceros agrarios.)
Ciertamente lleva razón Trapiello cuando dice que, en los seis lustros que separan 1960 de 1990, tuvieron lugar hondos y amplios cambios en la vida cotidiana en España. (En qué medida sea a causa de los planes de desarrollo y del incremento del turismo habría que investigarlo.)
Generalizáronse los adelantos recién reseñados —que dejaron de ser patrimonio de una minoría urbana de clase media para arriba. Llegó el coche popular (el seiscientos). Muchos hogares españoles —acaso la mayoría— se iban de veraneo varias semanas. Llenáronse las playas. Surgieron los nuevos emporios costeros del Levante.
Entraron en nuestras vidas los anticonceptivos hormonales, que revolucionaron las relaciones sexuales. De la TV en blanco y negro se pasó a la de color. Vinieron los vídeos (cinta magnetoscópica), las grabadoras, las reproductoras de música en cassette, el disco compacto musical, las radios de frecuencia modulada estéreo, las cadenas de sonido de alta fidelidad, las fotocopiadoras, las almohadillas eléctricas, las cámaras fotográficas en color. Llegaron los transistores y las máquinas de escribir eléctricas, la calculadora de bolsillo (1967) y el fax (1987).
Se pasó de los aviones de hélice a los de propulsión, a la vez que se abarataban y popularizaban los viajes aéreos.
No poca alteración en las compraventas causó el surgimiento y la generalización de la tarjeta de pago.
Y paso por alto los avances en la producción alimentaria, gracias a la revolución verde, que había comenzado tras la II guerra mundial —tal vez la causa principal de la mejoría en la cantidad y calidad de vida.
La vida, decididamente, había cambiado. En parte, por el crecimiento económico (dejando de lado en qué medida hubiera estado propiciado el cambio por los planes gubernamentales, acertados o desacertados). Mas, principalmente, por el progreso técnico, por los inventos.
Trapiello escribe en 1993. ¿Cómo ha cambiado la vida en los últimos 28 años? Pienso que por lo menos tanto como en el treintenio precedente.
En 1993 ya existían el teléfono móvil y las computadoras, pero su uso estaba aún relativamente poco generalizado.
Nos ha cambiado la vida el cuarentenio que va de 1981 a 2021:
- las nuevas prótesis dentales y quirúrgicas;
- las nuevas lentes;
- los tratamientos de rayos láser y otros afines;
- los TAC, las resonancias magnéticas y demás instrumentos de diagnóstico;
- los nuevos aparatos ortopédicos y similares;
- las nuevas computadoras, con sus desarrollos: el ordenador portátil, el CD-DVD regrabable, las impresoras láser y las llaves USB (que nos dan ocasión de intercambiar, unos con otros, documentos y otros ficheros);
- el smartphone (con sus múltiples aplicaciones, entre ellas la escrutación de documentos y la fotografía, sin necesidad de las más engorrosas cámaras fotográficas);
- el internet —con sus corolarios del libro digital, la comunicación telemática, el correo electrónico, el WIFI, los reproductores de MP3 y MP4, las redes cableadas de banda ancha mediante fibra óptica, los ficheros caseramente imprimibles en PDF, las redes sociales, los foros de discusión, las bitácoras (como lo es ésta misma, «Sic et non»), los motores de busca, los diccionarios en línea, los portales de vídeos gratuitos, el acceso telemático a películas y documentales y las compras sin desplazarse del propio hogar;
- las comunicaciones vía satélite;
- el horno de microondas;
- el aire acondicionado;
- el GPS;
- el tren de alta velocidad;
- las cámaras de videovigilancia (que, si bien no dejan a veces de hacer mal, es de esperar hagan más bien que mal).
Para no hablar ya de la robótica (todavía un poco en ciernes). Más, evidentemente, muchos otros inventos en los cuales ahora mismo no caigo. (Hasta los enchufes de la luz son distintos).
Bien. Son constataciones. Hemos de ver cómo todo eso se ha traducido en el aumento de la cantidad y calidad de vida. Lo dejo para una segunda parte de este artículo.
Adelanto un poco lo que diré. Hay muchas costumbres hodiernas que me repugnan. Mucho en las mentalidades y en la opinión publica de hoy que juzgo reprobable. No pocos aspectos de la cultura actual me causan irritación y desasosiego.
Sólo que por nada del mundo añoro el mundo de ayer. Éste era, para mí, mejor en lo que atañe a ciertos hábitos, a los planteamientos políticos, a la ideología, a los valores. Pero la vida humana era peor. Menos vida y peor vida. Hoy es mayor y mejor.
Sin nostalgia alguna por el pasado, hay que esforzarse por eliminar cuanto, en la cultura actual, hay de descarriado.