Martes, 2 de Mayo de 2023

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Jueves, 8 de Deciembre de 2022

Ilegitimidad de la constitución borbónica de 1978. I

Primer episodio de la serie menor, las LEVANTINADAS, del podcast “El bien público”:
http://jurid.net/aud … -06_levantinada1.mp3

Miércoles, 19 de Octubre de 2022

ESCALOFRIANTE DISCURSO DE DON JOSÉ BORRELL FONTELLES

El ingeniero don José Borrell Fontelles, exbecario de las fundaciones Juan March y Fulbright, exalto cargo de CEPSA, exvoluntario sionista del Gal On kibbutz (”Israel”, o sea Canaán), exministro de Su Majestad, altísimo dignatario de la Unión Europea, ha pronunciado en la hermosa villa de Brujas, el jueves 13 de octubre de 2022, un discurso de tan arrogante, soberbio y amenazador eurosupremacismo que pone los pelos de punta y la carne de gallina.

¡Qué barbaridad! Con toda desfachatez se permite tratar a los no europeos como inferiores y amenaza a Rusia con una guerra de aniquilación.

Para remate desvela sus cartas, confesándose entusiasta secuaz y admirador del ideólogo que lanzó la guerra fría, George Kennan.

Tal discurso merece unas glosas, que ya escribiré. De momento invito a todos Uds a leer el discurso accesible en:

Jueves, 13 de Octubre de 2022

Estudios lentos (Slow scholarship) por John Lutz

Estudios lentos

Es probable que haya oído Ud. hablar del “Movimiento comida lenta”, la campaña de comensales, cocineros, jardineros, viticultores, agricultores y restauradores que han adoptado una postura crítica ante el cambio de nuestra sociedad, en la cual, para la mayoría, la comida es algo que se consume, en lugar de saborearse, sirviéndose y comiéndosese “rápidamente” de camino a hacer otra cosa. La “comida lenta”, por el contrario, es algo que se prepara con cuidado, con ingredientes frescos, locales cuando sea posible, y que se disfruta tranquilamente en torno a una mesa con amigos y familiares.

“Estudios lentos” es una respuesta similar a los estudios apresurados. Los estudios lentos se piensan, se reflexionan, siendo el producto de tal reflexión una especie de prueba de campo contra otras ideas. Se preparan cuidadosamente, con ideas frescas, locales cuando sea posible, y se disfrutan mejor sin prisas, solo o como parte de un diálogo alrededor de una mesa con amigos, familia y colegas. Al igual que la comida, suelen ir mejor con el vino.

En su afán por publicar en lugar de perecer, muchos académicos envían en algún momento de su carrera un artículo de conferencia a una revista que puede estar todavía a medio cocinar, puede tener sólo una chispa de originalidad, puede ser una ligera variación de algo que ellos u otros han publicado, puede basarse en datos que todavía son preliminares. Eso es un caso de estudios apresurados.

Otros académicos envían al mundo sus rápidas respuestas a una charla que han escuchado, a un artículo que han leído, a un correo electrónico que han recibido, a través de un Tweet o de un Blog. Eso es erudición rápida. Rápida, improvisada, fresca, pero no el producto de una honda reflexión, comparación o contextualización. El Tweetscape y la Blogosfera rebosan de primeras impresiones, a veces ociosas, a veces airadas, a veces chuscas, siempre precipitadas.

Surgen los Estudios Lentos de mi propia experiencia de tardar 17 años desde el inicio de mi doctorado hasta la publicación del libro que se originó en la tesis doctoral. Fue cuando ese libro ganó el premio Harold Adams Innis al mejor libro de Ciencias Sociales en Canadá, cuando empecé a reflexionar sobre los beneficios del largo viaje, las muchas reescrituras, la reconsideración y la investigación adicional que tuvo lugar durante esos años. Luego me di cuenta de que un par de tesis de maestría de las que fui examinador, que tardaron de tres a cinco años, eran piezas notables de erudición, muchas veces más valiosas que las tesis de maestría de uno y la mayoría de dos años, y he empezado a ver otros frutos de la erudición lenta.

En un mundo académico en el que los índices de citación cuentan cuántas veces se cita un artículo, y no si es un buen o mal ejemplo, el erudito reflexivo, que escribe un libro sólo unas pocas veces en su larga carrera, ha perdido prestigio y, dado que la remuneración suele estar vinculada a la frecuencia de publicación, dinero. Los estudios lentos celebran a aquellos autores que crean un pequeño pero poderoso legado.

Los estudios lentos son a los blogs lo que la “longue durée” de Braudel es a la historia de los acaecimientos. Una reflexión sobre las estructuras profundas, los patrones y las ideas que son los cimientos culturales de las manifestaciones diarias más transitorias y fáciles de observar. Si las entradas de los blogs son respuestas rápidas e instintivas, la alternativa “Estudios lentos”, el “Blog lento” o “Slog”, implican la publicación en la web de ensayos cortos y reflexivos, que han sido cuidadosamente pensados. Por lo general, no se publican más de un par de veces al año.

Los tweets lentos, o “Sleets”, son frases muy cuidadosamente elaboradas, que contienen tanto que casi pueden leerse como un poema o un haiku por sí solos. Aunque son frases cortas, no están limitadas a un número determinado de caracteres. Un Sleet es algo más que un destello lingüístico momentáneo. Un Sleet debe captar un pensamiento complejo, inspirar ese tipo de pensamientos en otros, y ser digno de conservarse para la posteridad.

Dr. John Sutton Lutz
Universidad de Victoria, Departamento de Historia

Domingo, 2 de Octubre de 2022

Comentarios a mis vídeos en mi canal de Youtube

Dado lo inidóneo de la aplicación Youtube para un intercambio interesante de opiniones (peor para una discusión), abro aquí esta entrada para que, comentándola, mis dilectos lectores puedan insertar sus observaciones críticas a alguno de esos vídeos, dando así lugar a una conversación sin restricciones.

Lamentablemente todo comentario he de aprobarlo yo previamente, por estar asaltado por spam, ya sabemos de qué tipos. Es una pena, pero este programa no me permite filtrar de otro modo esa inmunda basura. ¡Bien que lo siento! Y pido disculpas. Sin el menor propósito de censura, me he visto forzado a ello ante un alud de propaganda ofensiva.
Sé que hay plataformas para blogs más refinadas y potentes, pero he escogido la más sencilla de entre aquellas que estaban a mi alcance

Martes, 16 de Agosto de 2022

Elogio del siglo XX. Segunda parte

Retomo hoy el tema que comencé a tratar el 11 de diciembre de 2021: ¿cómo valorar el siglo que nos ha precedido inmediatamente?

Lo cual, evidentemente, nos lleva a la cuestión de cómo evaluar el propio tiempo presente, puesto que nadie piensa que el mundo haya cambiado radicalmente en la noche de San Silvestre del 31 de diciembre de 2000 al 1 de enero de 2001. Nuestro mundo de hoy, en agosto de 2022, se parece muchísimo al de hace 25 años –si bien no desconozco, para nada, que en este cuarto de siglo también se han producido alteraciones, unas para bien, otras para mal.

Al considerar esta evaluación, hemos de tener claro que únicamente puede ser comparativa. No tiene sentido alguno otorgar una calificación a nuestro tiempo de 6/10 o de 9/10 o de 1/10 o cualquier otra salvo comparativamente a cómo valoramos tiempos pasados; p.ej., el de Filipo de Macedonia y su hijo Alejandro Magno, o el de Cicerón, o el de las invasiones bárbaras de los siglos V y VI, o la Baja Edad Media, o la época de la revolución francesa, o de la guerra de Crimea.

Los pesimistas siempre recitan sus lamentaciones y jeremiadas sobre lo mal que va el mundo. Según ellos, jamás hemos estado tan mal. Habría más hambre que nunca, más pobreza que en ninguna otra época, más desigualdad, más ignorancia, más guerras, más violencia, más sufrimiento; nuestra vida sería mucho peor que la de nuestros antepasados; los efectos imprevistos y perversos de nuestros inventos y adelantos habrían hecho de nuestro hermoso planeta un basurero que se degrada y que sucumbirá, víctima de nuestra incuria y avidez. Si la cantidad de vida se ha incrementado (pues nadie duda del considerable alargamiento de la esperanza de vida), su calidad se degradaría cada día; y, sobre todo, estaríamos caminando, aceleradamente, a estrellarnos contra el muro del cataclismo medioambiental.

También se habrían deteriorado las relaciones humanas. Antes la gente era más pobre, cierto, pero más feliz, porque no era tan ansiosa, se vivía más en armonía (armonía interhumana y armonía con la naturaleza); no se perpetraban tantos delitos, no había tráfico de drogas, ni delincuencia organizada, ni amenazas terroristas; no corría uno el riesgo de venir asaltado en la calle ni de sufrir robos en los domicilios. Y las nuevas epidemias revelan la inanidad de nuestra soberbia al enorgullecernos de los avances de la medicina y la cirujía modernas. Nuestras comodidades las estaríamos pagando caro, inmersos en una sociedad de consumo en la cual queremos más y más, siempre insatisfechos.

Todo eso carece de fundamento. Una pequeñísima parte de tales alegaciones puede estar basada en hechos; pero hechos que comparan un período recientísimo con otros algo menos recientes. Sí, es verdad que el avance dista de ser lineal y que, en algunos aspectos, los últimos años, o lustros, han visto una degradación; pero aun eso es secundario y perfectamente reversible, mientras que en casi todo la vida humana ha continuado mejorando, a pesar de los reveses, de los tropiezos, de los retrocesos aquí o allá.

Contrariamente a la fábula climatística, no vamos de camino a una catástrofe climática. Ni se avecina un estallido del planeta por la explosión demográfica. Ni aumenta el hambre. Ni hay más pobreza. Ni los efectos perniciosos de nuestros inventos son necesariamente irreversibles. Ni, en todo caso, superan a los efectos beneficiosos. Ni el planeta era antes tan bello y ahora tan feo. Ni hay previsión razonable alguna de agotamiento de los recursos naturales. Lejos de que haya más guerras o más violencia o más delincuencia, sucede justamente lo inverso: sin que esas plagas hayan dejado de afligirnos, hoy son muchísimo menores que en cualquier época pasada. Más gente que nunca vive en paz; más gente que nunca lleva sus vidas sin enfrentarse a la violencia y sin sufrir asaltos.

Es un rasgo innato de la psicología humana, enraizado en nuestra naturaleza, que sintamos como insuficientes todos los adelantos, todas las mejoras de nuestra existencia, todas las amenidades de la vida moderna. La vida es así –no sólo la vida humana. Siempre aspira a más vida; o sea, aspira a más y mejor, sin conformarse jamás. Las hormigas tienden a hacer hormigueros mayores, a expandirse; igual que a ampliar su radio de acción tienden las arañas, los gorilas, los pingüinos. Y los humanos. Sí, el hombre siempre quiere más, siempre aspira a más, pareciénole insuficiente lo conseguido.

Esa ansiedad no es reprehensible ni lamentable, sino al revés: es buena, porque, gracias a ella, lejos de quedarnos quietos, seguimos progresando. Sólo que tiene (como todo o casi todo) su reverso, su lado negativo: olvidarnos de cómo vivíamos antes, perder la perspectiva comparativa o sólo recordar, en una ensoñación pseudoanamnética, un imaginario mundo idílico y paradisíaco, que jamás existió. Si de algo sirve el buen conocimiento de la historia es para corregir esa falsa memoria, gracias a un verídico estudio compararivo.

Hay varios libros disponibles, muy bien escritos y perfectamente documentados, que exponen en detalle todo aquello en lo que la vida de nuestra especie hoy –en los últimos, digamos, 3 ó 4 lustros– es mejor que en cualquier época pretérita. Ni voy aquí a ofrecer una bibliografía (pues éste es un artículo de opinión, no un texto académico) ni voy, tampoco, a aportar en este escrito datos estadísticos, que el lector puede fácilmente procurarse por sí mismo –con tal de buscar un poco, no conformándose con lugares comunes y con eslóganes de los medios banales de desinformación.

Desborda el marco de este artículo (quedando para una tercera entrega) aportar consideraciones que avalan mi optimismo del progreso humano; un optimismo nada ingenuo y no exento de reconocer los no pocos aspectos negativos de la evolución social en los últimos tres decenios (aproximadamente), sobre todo en nuestras mentalidades; siendo lo peor, en ese deterioro de las mentalidades, nuestro pesimismo, los vaticinios apocalípticos que nos abruman y acongojan, hasta tal punto que, de tomar en serio a esos profetas de la destrucción, a uno sólo le quedarían ganas de acabar su vida lo antes posible para no estar ahí en el próximo y cataclísmico fin del mundo que se avecina.

No pudiendo, en un artículo, abarcar una temática tan amplia como aquella que subyace a mi debate con los pesimistas y agoreros, voy a limitarme aquí a la consideración de un único problema. Reconozco que, en efecto, la especie humana se enfrenta a una probabilidad de extinción por su propia opción vital, lo cual carece de precedente en su anterior existencia (una existencia de cientos de miles de años –acaso de más de un millón, de ser verdad que el homo sapiens y el homo erectus son únicamente dos variedades de una sola y misma especie, según sostienen algunos paleoantropólogos). Sólo que, al reconocer ese peligro, vienen refutados, precisamente, los usuales vaticinos catastrofistas, pues el peligro al que de veras nos enfrentamos es, justamente, el opuesto a la calamidad que predicen esos oráculos. Refiérome a la presunta explosión demográfica.

Lejos de estar ante una explosión demográfica –como nos quieren hacer creer los maltusianos, que son muchos–, de hecho la
amenaza real para la vida humana es la extinción de nuestra especie por disminución de nacimientos y el declive demográfico.

Hoy están en disminución demográfica la mayor parte de los países del extremo oriente (y, sobre todo, los principales, como la China, el Japón y Corea), toda Europa, otros países asiáticos, ya algunos del África austral y de la septentrional así como varios de Iberoamérica. Aquellos que no lo están, como los EE.UU., lo deben únicamente a la inmigración.

Las previsiones de los demógrafos (desde luego falibles) son las de que la humanidad alcance su máximo numérico entre 2050 y 2100, para iniciar entonces una curva de retroceso, cuya derivada (o sea, cuya inclinación) nos resulta hoy impredecible, siendo de temer que podría resultar acelerada; de ser así, la humanidad se extinguiría dentro de un par de siglos –o menos.

Los últimos humanos vivirían mal, muy mal. El declive demográfico produce un efecto indirecto: el envejecimiento de la población. De un lado, la esperanza de vida es cada vez mayor. No sólo por la disminución de la mortalidad puerperal, infantil y juvenil y por la reducción del número de accidentes mortales gracias a nuevos implementos técnicos (en el trabajo y en el transporte), sino asimismo por esos pequeños, pero cumulativos, avances en el nivel de vida, en el confort, en la alimentación y, sobre todo, en los tratamientos médico-quirúrgicos. No es sólo que mueran hoy muchos menos de 1 año o de 20 años o de 30; es que hay más octogenarios que nunca, más nonagenarios que nunca, más centenarios que nunca. Sin caer en la infundada ilusión de inmortalidad (que, por principio, es incompatible con la finitud de la vida, humana o no humana), nada impide hacer proyecciones de un incesante alargamiento de la esperanza de vida. Que ésta sea de ochenta, luego de 85 años, luego de 85 y medio, luego de 86, … Aunque nunca llegue a los cien, puede seguir creciendo sin parar. (Reccordemos la paradoja de Aquiles y la tortuga de Zenón de Elea.)

Ahora bien, evidentemente, si vivimos más pero somos menos, el resultado tiene que ser que somos más viejos. Y de hecho ya lo somos.

La edad mediana de los españoles después de la guerra civil era algo inferior a los 30 años. La de hoy va camino de los 50. Y todas las proyecciones hacen previsible, para dentro de no mucho, una edad mediana superior a los 60 años.

Que –gracias a la técnica actual, a la medicina y a los medios modernos de producción– resulte posible trabajar, ser útil a la sociedad y llevar una vida satisfactoria (no sin achaques, no sin dolencias de la edad), muy pasado el sexagésimo aniversario, eso es cierto; pero es una verdad de alcance limitado, por tres razones.

La primera es que, aun siendo así, las mentalidades, lejos de haber evolucionado al compás de esos cambios, en cierto modo han retrocedido, aspirándose hoy, más que nunca, a pasar en el ocio un luengo trecho final de la vida (que puede alargarse varios decenios); lo cual contrarresta poderosamente la posibilidad objetiva de continuar una vida productiva y seguir aspirando a nuevas mejores y nuevas aportaciones en edad avanzada.

La segunda razón es que, en cualquier caso, no deja de ser verdad que con la edad tiende a producirse un deterioro, un declive en nuestra productividad. No hay por qué condenar a nadie a la ociosidad forzosa sólo por su edad, pero no cabe esperar que, en general, los mayores sean los más creativos, ni los más audaces, ni los más enérgicos, ni los más innovadores, ni los trabajadores de mayor rendimiento; hay, naturalmente, excepciones y variaciones según el tipo de actividad laboral (y, aun dentro de las de tipo técnico o científico, significativas disparidades según las ramas y disciplinas); pero, sin duda, la ley del envejecimiento se impone, en unos antes, en otros después. Una sociedad de viejos está condenada a ser rutinaria, escasamente productiva, poco o nada innovadora.

La tercera y decisiva razón es que existen –siendo imprevisible que vayan a dejar de existir en un futuro hoy concebible– muchísimas tareas cuya realización exige el vigor, si no de la juventud, sí, al menos, de la adultez previa a la senectud. Acaso tal necesidad vaya disminuyendo a un ritmo que hoy nos resulta ininmaginable, pero, en la medida en la cual podemos hacer predicciones sensatas, eso no va a suceder al mismo ritmo que el envejecimiento, cuyos efectos ya estamos empezando a padecer.

Por consiguiente, es cierto que nos enfrentamos a una seria amenaza para la vida humana; sólo que no es, en absoluto, aquella con la cual nos asustan cada día los agoreros y los oráculos de la desgracia. No es el peligro de que, siendo demasiados, consumamos tanto que el mundo se agote o estalle o se haga un invivible estercolero. (Eso que expresa el popularizado eslogan de que estaríamos consumiendo nueve planetas.) Es el de que nuestra especie se extinga por haber decidido no procrear.

Realmente, hoy por hoy, no sabemos cómo el hombre afrontará esa amenaza. A lo largo de miles de millones de años de vida en nuestro planeta una miríada de especies se extinguían, mientras nacían otras nuevas. Podría ser que la nuestra se extinguiera muy pronto, víctima de su propia opción, de su pérdida de aspiración a perdurar.

Sólo que ese modo de extinguirse dudo que se haya dado jamás en especie alguna. Las especies se extinguen porque son derrotadas en la lucha por la vida, porque sus competidoras tienen mayor éxito en la selección natural, porque sus recursos son tomados por especies rivales, porque su medio natural se modifica sin que ellas consigan adaptarse al mismo ritmo. Seguramente es verdad que, en determinados entornos, muchos grupos de una u otra especie optan por reducir su procreación para sobrevivir como especie en un entorno de recursos escasos.

Hemos visto que no es ésa la previsión demográfica para nosotros. No es la escasez de recursos la que nos lleva a no engendrar bebés, sino un cambio de mentalidades. Hoy el modelo prevalente en la mayoría de los países es el de una pareja con hijo único, lo cual acarrea dividir a la mitad la población en una sola generación.

¿Tendrá eso arreglo? Confío en que sí. ¿Es un mero acto de fe, un pensamiento desiderativo? Me baso en la induccción. Existe un instinto individual (de vivir mejor y más), pero igualmente existen un instinto y un subconsciente colectivos. Los cambios de mentalidades son reversibles.

Son muy diversas las causas de esa desgana de nuestras sociedades modernas por la reproducción, que nos está llevando al envejecimiento masivo y a la contracción demográfica. Causas atinentes a los modernos medios anticonceptivos (que permiten desvincular la sexualidad de la generación), al papel de uno y otro sexo en la vida familiar y colectiva, a las aspiraciones de conjugar el bienestar hogareño con la promoción vocacional y laboral, a los costes crecientes de la instrucción, a la inestabilidad de los vínculos matrimoniales, al bajo compromiso familiar, a la pérdida de autoridad parental y así sucesivamente. Poquísimo éxito han conseguido, hasta ahora, las políticas públicas para –mediante incentivos tributarios y asistenciales–contrarrestar los efectos de tales tendencias. Y es que atacan los efectos, no las causas.

¿Vamos a negar la capacidad adaptativa humana? Sobradamente hemos demostrado tal aptitud a lo largo de los cientos de miles de años de nuestra existencia. Verdad es que, esta vez, emana de nuestras propias opciones el desafío. Estamos más acostumbrados a hacer frente a alimañas, temporales, inundaciones, sequías, epidemias, derrumbes, avalanchas y terremotos; cuando hemos luchado contra nuestros males interiores, lo hemos solido hacer contra oligarquías nocivas, depredadoras, que han atenazado (y siguen atenazando) nuestro crecimiento, nuestra expansión vital, con estructuras arcaicas, que nos entorpecen y nos paralizan, frenando nuestro progreso material y espiritual.

Esta vez el enemigo somos nosotros mismos. La sociedad ha de reaccionar contra una deriva que, ciertamente, no es gratuita ni fruto de una suma de veleidades o de antojos. El actual modelo vital, escasísimamente idóneo para la procreación, no es resultado de una mera yuxtaposición de egoísmos (si bien, desde luego, muchísimo cuenta el factor del egoísmo y del indivualismo). Hay otros factores, según lo he señalado más arriba.

Lo peor de todo es la escasísima conciencia que tenemos del problema. Resulta asombroso que tanta gente siga, a estas alturas, empavorecida por la imaginaria explosión demográfica, una explosión temida en el segundo tercio del siglo pasado, si bien ya entonces los demógrafos más avisados se percataban de que nunca llegaría, pues el extraordinario crecimiento de nuestra especie entre 1800 y 1970 pronto empezaría a perder celeridad (según estaba ya comenzando a suceder en los países más industrializados) para, después, invertirse; eso es hoy lo que efectivamente sucede en todo el mundo desarrollado, pero también en no pocos países subdesarrollados, con un movimiento de curva expansiva.

Tomar conciencia de un problema no lo resuelve, pero es condición necesaria para solucionarlo. Muéstranos la experiencia histórica cuán grandísima ha sido, reiteradamente, nuestra capacidad para idear soluciones, para modificar nuestras vidas en aras de más bienestar. Tales soluciones nadie las había previsto, ni se podían prever. Nadie había imaginado, antes que se inventaran, ni la electricidad, ni el telégrafo, ni la locomoción con energía mineral, ni las sulfamidas, ni los insecticidas, ni los abonos químicos, ni las cosechadoras mecánicas, ni los antibióticos, ni la telefonía móvil. Ni siquiera se habían previsto nuestras actuales políticas de bienestar social –con todo lo imperfectas que sean.

Así pues, hoy por hoy tampoco podemos prever las soluciones al problema de nuestro declive demográfico, que es nuestro mayor desafío.

No es el único. Hay otros. La posibilidad de una guerra termonuclear se había ilusoriamente descartado desde los cambios políticos en Europa oriental a fines de los ochenta. Sabemos hoy que en ningún momento ha dejado de existir. Verosímilmente no conllevaría el fin de la especie humana, pero quizá sí un retroceso civilizatorio de varios siglos. Hasta ahora el instinto de conservación colectivo nos ha salvado de tal peligro y yo confío en que siga haciéndolo. Pero una seguridad del ciento por ciento no la tengo.

Mucho me temo que nada nos ayuda a encontrar soluciones a nuestros más acuciantes problemas reales el pesimismo, la visión deformada y autoflagelatoria de la humanidad, asociada al catastrofismo y al alarmismo sobre problemas que, sin duda, existen, pero que con muchísimo distan de ser los más graves.

Miércoles, 10 de Agosto de 2022

¿Qué pensar de la guerra rusoucraniana? 2ª Parte: EL DUALISMO EN EL DERECHO INTERNACIONAL

EL DUALISMO EN EL DERECHO PÚBLICO INTERNACIONAL

por Lorenzo Peña

Mi enorme aprecio –en los años noventa del siglo pasado– por el DPI (derecho público internacional), principalmente por influencia del maestro Georges Scelle, fue erosionándose paulatinamente por varias razones.

La primera de ellas fue que, muy pronto, en cuanto comencé a reflexionar, más honda y detenidamente, me adherí al dualismo, una opción doctrinal pasada de moda, que había prevalecido históricamente en la doctrina alemana e italiana del DPI entre finales del siglo XIX y mediados del XX. En Italia –a menos que esté yo equivocado– sigue siendo la doctrina profesada en las cátedras de esa disciplina. En los países germánicos pienso que dejó de ser la doctrina hegemónica tras la segunda guerra mundial, por un cúmulo de causas en las cuales no tiene sentido entrar aquí.

El dualismo es lo opuesto al monismo.

Ambos se enfrentan al siguiente problema. El DPI no es lo mismo que el viejo jus gentium de los escolásticos y de los jusfilósofos racionalistas de los siglos XVII y XVIII. Ese jus gentium era una derivación del derecho natural, sólo que pasada por un filtro de las costumbres y las convenciones, explícitas o implícitas, entre los pueblos, entre las gentes. Asemejábase más, en cierto modo, al moderno derecho internacional privado, un conjunto de reglas y cánones para facilitar la convivencia de individuos y familias de determinada proveniencia que residen en país extranjero pero cuyas vidas –en algunos aspectos jurídico-civiles– es normal que se ajusten, no a la normativa doméstica del país donde viven, sino, más bien, a la de su respectivo país de origen (dentro de ciertos límites como el orden público –en una acepción muy restringida). Que exista un derecho internacional privado es una cuestión de cortesía, de hospitalidad, de reciprocidad; podría no existir, pero saltan a la vista las ventajas de su existencia; por lo cual ni siquiera ha sido menester que se promulgue tal derecho de suyo (aunque sí, evidentemente, en su detallada normativa, variable según los países), puesto que ese derecho brota espontáneamente de la naturaleza misma de las relaciones entre los naturales del país y los extranjeros. A nadie se le ocurriría que la herencia de un tailandés de visita en España se haya de regular por las disposiciones sobre sucesión intestada o testamentaria del Código Civil español.

En cambio el DPI adquiere su única fuerza de obligar por ser derecho positivo. No niego que existan algunas normas jurídico-naturales de derecho internacional, como son la prohibición de la guerra injusta y el trato humanitario a nuestros semejantes, a todos los integrantes de la familia de Adán y Eva. Esas dos normas se deducen de un axioma, el de que, de algún modo y en alguna medida, existe un cierto bien público mundial que abarca a todos los seres humanos. No obstante, salta a la vista que, por un lado, ese bien público mundial sólo se asienta en una comunidad de toda la humanidad, la cual es un colectivo escasísimamente aglutinado, cuya mera realidad dista de ser evidente y que, en todo caso, es extremadamente laxo; por otro lado, cualquier norma que emane de un vínculo tan flojo ha de ser muy escasamente constriñente. ¿Ante quién va a responder un infractor de ese par de normas, vagas y meramente orientativas? Esas dos normas de paz y humanitarismo casi poseen el carácter de meros desiderata; su juridicidad es parcial. El derecho es una normativa que existe en virtud de la existencia misma de la sociedad y cuya razón de ser es el fin de la propia sociedad, o sea el bien común. Pero esa comunidad mundial apenas puede decirse que sea una sociedad y que posea un bien común; por lo cual apenas es verdad que en ella exista un orden normativo vigente únicamente en virtud de que estén esparcidas por las cinco partes del mundo las poblaciones humanas (todas del mismo tronco, todas oriundas de África).

A lo largo de los últimos lustros he venido desarrollando una teoría del jusnaturalismo aditivo en un número de libros, artículos, ensayos y discursos (p.ej. en mi Visión lógica del derecho [http://lorenzopena.e … ks/vision/index.html] y en mis Lecciones laurentinas [http://lorenzopena.e … lecciones/index.html]). Esa teoría se funda en que el derecho es una normativa cuya existencia misma y cuyos axiomas emanan de la mera existencia de la sociedad, de una sociedad, humana o no humana. Ciertamente en cada especie su normativa es peculiar, correspondiendo a las singularidades específicas. Carecería de sentido querer regular la convivencia en una sociedad humana según parámetros o cánones de conducta aplicables en sociedades de cetáceos o de insectos o incluso de otros antropoides, como nuestros primos cercanos los chimpancés. Pero no hemos de desconocer que la raíz misma de nuestro derecho estriba en que estamos ahí como especie social, que vivimos, naturalmente (sin necesidad alguna de un pacto), en sociedad, de lo cual emanan, decidámoslo o no, derechos y obligaciones, tanto de cada individuo para con el grupo (e indirectamente para con sus compañeros) cuanto del grupo para con los individuos.

Sobre ese sustrato naturalmente existente viene después erigido un derecho positivo, ya que uno de los teoremas del derecho natural es la exigencia de que se instituya una autoridad a la cual incumba el cuidado de la comunidad. Esa autoridad estará investida del poder legislativo. Sus prescripciones se incorporarán al derecho, sin eliminar ni rebajar ni revocar las normas jurídico-naturales. (De ahí que esta doctrina sea la de un jusnaturalismo aditivo.)

Ahora bien, la comunidad mundial de todos los hombres es, más que una sociedad propiamente dicha, un conglomerado de sociedades yuxtapuestas unidas por un remoto vínculo genético y por una necesidad de coexistencia; en algunos casos por nexos de vecindad –que, a lo largo de la historia, han tendido frecuentísimamente a ser relaciones de hostilidad o de enemistad, pues a las autoridades de cada sociedad les es preceptivo velar por el bien público de su sociedad, no por el ajeno.

No existiendo, en estricto rigor, una sociedad internacional, tampoco se da, propiamente (salvo en sentido lato y laxo), un bien público mundial ni nada similar. Ni, por consiguiente, existen autoridades internacionales a quienes esté confiada la tarea de cuidar de esa inexistente comunidad. No habiendo tales autoridades, ¿qué es el derecho internacional, qué es la ley internacional?

Su núcleo jurídico-natural ya hemos visto que es algo así como un esbozo, un par de cuasinormas cuyo estatuto es intermedio entre la mera moral y el derecho. En estricto rigor no es derecho salvo tendencialmente (en tanto en cuanto la propia sociedad mundial de los seres humanos es una proyección, que no una realidad actual). Mas, si bien el DPI apenas tiene un sustrato jurídico-natural que le sea propio, tiene una entidad, que se ha generado por las dos vías de las costumbres internacionalmente vinculantes y de los acuerdos entre diversos Estados.

Ahora bien, ¿en virtud de qué atribuciones y por medio de qué tipo de actos jurídicos pueden los Estados crear normas internacionalmente vinculantes, ora abrazando, arraigada y duraderamente, un hábito de conducta recíproca, ora enunciando conjuntamente un pacto o tratado?

En lo sucesivo dejo de lado la costumbre, para centrar mejor la dificultad. Lo primero que se nos ocurre (y que de hecho se les ocurrió a los estudiosos en el siglo XIX) es que los Estados acuerdan entre sí pactos del mismo modo que los individuos y los grupos privados establecen contratos (”el contrato es ley entre las partes”, reza un viejo adagio jurídico).

Sólo que resulta engañosa esa similitud, porque, dentro de una misma sociedad, es la legislación de esa sociedad la que prevé y regula la capacidad de los individuos y grupos privados de llegar a contratos en los cuales se instituyen obligaciones recíprocas, sinalagmáticas. Es, en último término, la propia ley (p.ej. el código civil y el mercantil, el estatuto de los trabajadores etc) la que crea las obligaciones que emanan de los contratos. La ley prescribe que, en el supuesto de que válidamente X y Z hayan pactado tal prestación de X a Z y tal contraprestación de Z a X, en ese supuesto X está obligado a dicha prestación, a menos que Z incumpla su propia obligación de contraprestación (pues non adimplenti non est adimplendum).

Cuando dos o más Estados suscriben un tratado, ¿de dónde emana la preceptividad de cumplirlo? Comprendo que, para un moralista, la respuesta es obvia: emana de que a ese cumplimiento se han comprometido, pues lo prometido es deuda y pacta sunt servanda.

Esa prescripción ética tendrá el valor que tenga en una filosofía moral, mas, de suyo, no posee preceptividad alguna jurídicamente. Sí, cierto, las promesas son vinculantes; ¡entendámonos! Son vinculantes –y eso con numerosas restricciones y condiciones– en el ordenamiento jurídico interno; mas no lo son por virtud exclusivamente de la voluntad del prometiente, sino por constituir un acto jurídico regulado por la ley que obliga a quien ha prometido a cumplir su promesa; insisto en que la ley no obliga a cumplir cualquier promesa, sino únicamente aquellas que puedan caracterizarse como contratos; y ni siquiera todas, puesto que numerosos contratos son, total o parcialmente, nulos o anulables o contienen cláusulas jurídicamente inexequibles.

Así pues, en el orden jurídico interno es la ley la fuente de la obligatoriedad del cumplimiento de las promesas, de determinadas promesas; y aun eso dentro de los límites y con las condiciones que preceptúa la ley.

Mas ¿qué ley es aquella que obliga a las altas partes contratantes en un tratado o acuerdo internacional a ejecutar lo acordado? Podemos decir que es la costumbre, el derecho consuetudinario, un elemento del jus gentium. ¿Es satisfactoria esa respuesta? Durante mucho tiempo pensé que lo era; hoy seriamente lo pongo en duda. Por las siguientes razones.

1ª. La costumbre vinculante es, ella misma, constitutiva de una norma jurídico-internacional por manifestar o materializar, arraigada y duraderamente, un implícito compromiso mutuo de los Estados. Su ráíz, por consiguiente, es la propia voluntad normativa de los Estados, aunque sea implícita. Por lo tanto hemos subido un peldaño, pero el mismísimo problema se vuelve a plantear: ¿qué es lo que hace vinculante el cumplimiento de ese compromiso mutuo implícitamente asumido por los Estados al actuar, persistente y duraderamente, ateniéndose a esa pauta consuetudinaria? Porque, en el fondo, decir que es la costumbre la que fija la preceptividad de los tratados nos retrotrae a la cuestión de cuál es la fuente de la preceptividad de la costumbre, la cual, al fin y al cabo, es una especie de tratado implícito.

2ª. Para que sea la costumbre internacional aquella que preceptúe un comportamiento (en este caso el comportamiento es el de atenerse a lo que se pacte en un tratado) es menester que esa costumbre no sea un mero uso fáctico, sino un hábito, si no unánime, sí amplísimamente generalizado, hondamente arraigado a lo largo de un luengo período de tiempo y al cual se han atenido los gobiernos, no de manera meramente fáctica, sino convencidos de que actuaban así cumpliendo una obligación (con la opinio juris seu necessitatis). Quizá paradójicamente es la arraigada y generalizada creencia en la preceptividad de la costumbre lo que genera esa misma preceptividad, la cual no preexiste a la conciencia de la misma.

3ª. En el orden jurídico interno, la preceptividad del cumplimiento de los contratos queda sujeta a un número de condiciones. Una de ellas es la cláusula rebus sic stantibus. Cláusula que, literalmente, no es de origen legislativo sino consuetudinario, doctrinal y jurisprudencial. Trátase de una circunstancia eximente excepcional que exonera de una obligación contractual a un contratante cuando, habiendo surgido graves e imprevisibles hechos que acarrean una honda y seria mutación vital, resulta, palmariamente, inexigible atenerse a lo anteriormente pactado, en un entorno social que ha venido trastrocado. Pues bien, en el orden internacional también es conocido el aserto del príncipe von Bismarck según el cual los tratados se concluyen siempre con la implícita cláusula rebus sic stantibus. Desde luego nadie duda del maquiavelismo y de la absoluta falta de escrúpulos y de decencia de ese político prusiano; acogerse, en su caso, a tal argucia no pasaba de ser un ardid para escabullirse de cumplir cualesquiera tratados en cuanto le conviniera hacerlo, siendo esa cláusula vaga y elástica como el chicle. Pero nadie duda de que, en el derecho internacional igual que en el nacional, ha de tener vigencia –al menos en algún grado– esa cláusula (o, acaso, otra similar, menos estirable, mejor definida; sólo que esa definición no consta en ningún texto, sino únicamente en las expectativas subjetivas). Ahora bien en el derecho interno es la ley y, en su defecto, la jurisprudencia la que va fijando cuáles son aquellas excepcionales modificacones de las circunstancias que exoneran del cumplimiento o incluso conllevan una fáctica cancelación del contrato. En el orden internacional no existe tal instancia, quedando, por ello, en la total indeterminación qué nuevas circunstancias ponen fin a la preceptividad del cumplimiento de un tratado –o a la obligación de cumplir todas y cada una de sus cláusulas. Eso relativiza muchísimo el fundamento de las obligaciones internacionales en la preceptividad de los convenios interestatales.

4ª. La experiencia histórica prueba que los Estados nunca han reconocido esa obligación ni se han atenido a ella. Es puramente mítica esa presunta costumbre internacional de atenerse a lo convenido y de cumplir lo pactado. No sólo los hechos desmienten tal costumbre, sino que reiteradamente muestran lo contrario. La única costumbre es la de que la parte interesada en el cumplimiento invoque dicha costumbre, pero no que todos actúen ajustando a ella su conducta; menos aún que lo hagan duradera y persistentemente, con la honda convicción de estar obrando así en virtud de una obligación internacional. (De hecho ¡cuántos gobernantes que han querido atenerse escrupulosamente a los tratados han salido desollados!)

Si, por consiguiente, la validez o vigencia de los tratados no resulta claro que se funde en una arraigada costumbre internacional de cumplirlos (costumbre cuya vigencia habría que demostrar), una idea alternativa fue la de algunos internacionalistas germanos en el siglo XIX según la cual los Estados contratantes, al suscribir un tratado, no realizan un acto jurídico sinalagmático, sino un acto conjunto de legislación, siendo coedictores simultáneos de la nueva norma así creada.

Esta tesis no se sostiene. La edicción y promulgación legislativa es un acto de habla performativo que, para que exista, tiene que atenerse a una pluralidad de condiciones. Ha de ser proferido por quien está revestido de la autoridad legislativa. Ha de hacerse con las formalidades y solemnidades que determinen la costumbre y el derecho constitucional. Ha de versar sobre las materias cuya regulación legislativa confía al legislador ese derecho constitucional.

En cambio, los tratados internacionales distan de ajustarse a esos requisitos. De hecho no es el poder legislativo el que los negocia ni el que los suscribe, sino el poder ejecutivo, aunque algunos de ellos (no todos) hayan de venir ratificados por las asambleas legislativas, donde las haya; pero en esa negociación no se siguen ni los trámites ni las formalidades del proceso legislativo. El acto jurídico de aprobar la ratificación no es igual al de adoptar un texto de ley; porque en última instancia, aunque el poder legislativo autorice la ratificación, corresponde normalmente a la jefatura del Estado el acto jurídico de la misma. Acto que cada jefe de Estado realiza por separado, desmintiendo así la fábula de la colegislación.

Además de eso, la Constitución de un Estado confiere al legislador una potestad de edictar leyes; poder incompartible. No le otorga el poder de colegislar con un gobernante extranjero. El poder de negociar y suscribir tratados internacionales es, constitucionalmente, irreducible al poder legislativo. Es una potestad singular, no reconducible a ninguna otra.

La preceptividad de lo internacionalmente convenido en tratados puede alternativamente retrotraerse al cumplimiento de un especial convenio internacional, a saber: el Convenio de Viena sobre la ley de los tratados del 23 de mayo de 1969. Sólo que ese convenio no es otra cosa que un tratado internacional, interestatal. ¿En virtud de qué obliga? ¿Quién o qué le ha otorgado esa capacidad de generar una preceptividad?

Todo lo anterior nos muestra hasta qué punto son problemáticos cualesquiera fundamentos en los que pretenda descansar o estribar la vinculatoriedad del derecho internacional. En el orden internacional no existe una sociedad con un bien común (salvo en sentido latísimo y flexible). Ni hay autoridad alguna a la cual esté confiado el cuidado de la comunidad.

¿Estoy negando la existencia del DPI? No del todo. Existe una normativa que recibe esa denominación, pero su juridicidad es cuestionable.

Supongamos, empero, que podemos disipar satisfactoriamente esas dudas y asentar firmemente la validez normativa del DPI. Lo que ahora me inquieta es si esa normativa se integra en un sistema jurídico unitario con el derecho interno.

El monismo juzga que no puede tratarse de dos normativas separadas e independientes. No cabe que el DPI preceptúe A y el derecho interno preceptúe no-A. Y, de suceder tal antinomia, será del mismo tipo que las antinomias que se producen en el propio derecho interno.

El dualismo, sin rechazar la existencia jurídica del DPI, juzga que constituye un orden normativo diverso, irreductible, separado, paralelo al ordenamiento jurídico propiamente dicho, que es el interno.

La controversia hizo correr ríos de tinta. Naturalmente no es éste el más idóneo lugar para volver sobre ella siguiendo los meandros del debate doctrinal. Durante un tiempo prevaleció la tesis dualista (hoy todavía predominante en algunos países). Pero después de la I Guerra Mundial el noble espíritu del pacifismo y del internacionalismo fue popularizando la tesis monista. Uno de sus adalides fue el ya citado Georges Scelle, inspirado en un hondo humanismo solidarista. Otro partidario del monismo fue Hans Kelsen. Sólo que, de estar integradas en un solo y mismo ordenamiento jurídico las obligaciones dimanantes de las leyes y las de los tratados, en caso de conflicto ¿cuál obligación prevalecerá? Para Scelle, la jurídicointernacional, lo cual lo lleva a negar la soberanía nacional. Los pueblos, para él, no son soberanos, quedando el derecho interno –incluso el constitucional– supeditado a lo que preceptúe el DPI.

Kelsen lo plantea de otro modo. A su entender no pueden existir antinomias jurídicas ni, por lo tanto, obligaciones jurídico-internacionales que contravengan las del derecho interno. De surgir una aparente antinomia, ha de existir una regla de cancelación, sea la que revoca la prescripción de la ley interna para hacer exequible el contenido de lo internacionalmente convenido, sea al revés, la que subordina ese convenio a la legalidad interna. Él no zanjó, pero sus discípulos se decantaron por la supremacía del DPI.

En el caso personal de Kelsen surgía, además, una dificultad adicional con su concepción piramidal del sistema normativo, en cuya cúspide estaría una hipotética Grundnorm, si bien ésta sería un ente ideal, no identificable con el texto constitucional, el cual únicamente vendría a ser una reverberación o plasmación imperfecta del ideal; en cualquier caso, ve uno mal cómo esa materialización, por imperfecta que sea, va a venir supeditada a un arrollador e inabarcable cúmulo de normas jurídico-internacionales, que no es más que un océano desordenado y desbordante, cuya estructura –o falta de estructura– impide que en él haya ninguna Grundnorm.

La supremacía del DPI plantea tres dificultades insoslayables.

1ª. ¿Está el DPI por encima de la propia Constitución o Ley fundamental del país? Entonces, efectivamente, se ha abolido la soberanía nacional. Pero tal abolición se ha hecho a hurtadillas, sustrayendo a los pueblos el debate sobre su abandono, que en ningún momento se planteó en las campañas para asambleas constituyentes ni en las deliberaciones constitucionales. Además –y sobre todo– resulta inadmisible ese supedtar a una instancia, en definitiva, foránea las futuras decisiones de un pueblo sobre su norma fundamental.

2ª. Una de las reglas de solución de antinomias jurídicas es la que se expresa en el adagio lex posterior derogat priori. El poder legislativo puede derogar o abrogar leyes anteriores; y, en no haciéndolo pero promulgando nuevas leyes que las contradicen, a la administración y a los jueces incumbe atenerse a ese adagio inaplicando las leyes viejas para aplicar las nuevas (en aquello en lo que entren en contradicción). Desde luego esa regla dista de solventar todos los problemas, pues colisiona a menudo con otras reglas; mas al menos ofrece una guía segura, enraizada en un principio fundamental del derecho. ¿Cómo se resuelve, en cambio, la contradicción entre una obligación dimanante de una norma jurídico-internacional y otra generada por la legislación interna? ¿Queda atado el legislador de pies y manos por todo el cúmulo de convenios internacionales, sin poder introducir novedades que los vulneren, ni siquiera cuando clamorosa y patentemente así lo requiera el bien público, en virtud de nuevas circunstancias, de nuevas tecnologías, de nuevas mentalidades, de situaciones imprevistas y hasta quizá imprevisibles?

3ª. Podría pasar la supremacía del DPI cuando éste se circunscribía a unas costumbres internacionales básicas de paz y de humanitarismo más unos poquísimos tratados internacionales que se podían contar con los dedos. Entonces podía quedar bastante claro qué se sustraía a la deliberación y a la decisión del poder legislativo –y hasta, si se quiere, del constituyente. Entonces ese DPI parecía ceñirse a unos principios del jus gentium, o sea casi una derivación del derecho natural. Tener que cumplir esas pocas obbligaciones sí se podía justificar en nombre de la preceptividad del bien público. Hoy, sin embargo, el DPI está formado por centenares de miles de prescripciones, que en su gran mayoría ni siquiera han venido negociadas por los representantes plenipotenciarios de los Estados ni debatidas después en los parlamentos para ser ratificadas. Lejos de eso, la gran mayoría de tales normas emanan de autoridades internacionales múltiples creadas por algún acuerdo internacional. Al suscribirlo y aprobarlo, pasaba desapercibida la amplitud que iba a alcanzar esa normativa derivada tanto para las asambleas legislativas cuanto, más aún, para las poblaciones presuntamente representadas por tales parlamentarios.

La mayoría de las normas de DPI (en número, insisto, de centenares de miles de preceptos, muchos de ellos en contradicción mutua) emanan de paneles que se reúnen sin luz ni taquígrafos, sin que se entere apenas la opinión pública, como p.ej. el comité de “expertos” que, por enumeración, sin criterio alguno médico-farmacéutico, escribe el elenco de sustancias arbitrariamente calificadas de “estupefacientes”. Cuando el Uruguay parcialmente despenalizó la venta de marihuana, pronunciáronse sonoramente autoridades jurídico-internacionales que manifestaron que esa ley uruguaya violaba la norma internacional.

Quedarían así sustraídas a la potestad legislativa amplísimos campos de la vida social, a causa de la asombrosa y desbordante proliferación de normas derivadas (y de convenios cuyo atractivo título garantiza una apriori aceptacción, sin apenas debate público). Desde la edad del matrimonio y de la permisión de relaciones sexuales hasta la de enrolamiento en fuerzas armadas (todo ello celosamente regulado en el convenio sobre los derechos del “niño”) hasta el uso de diversos espacios naturales y recursos minerales en el suelo patrio, pasando por las relaciones laborales y comerciales.

Naturalmente un grillete suplementario se han puesto los Estados adheridos a una organización dizque supranacional, como la Unión Europea, la OEA, la CEDEAO y otras así (las cuales, además, incurren sin contención alguna en un abuso jurídico al otorgarse, sin embozo ni recato, una interpretación extensivamente analógica de su potestas legiferendi).

La ONU ha sido el máximo abusador, violando sistemáticamente las limitaciones a su potestad normativa tajantemente enunciadas en su carta fundacional, que excluyen de manera absoluta cualquier ingerencia en asuntos internos de Estados miembros.

Llevóme pronto todo ese cúmulo de consideraciones a abrazar el dualismo (incluso ya en aquellos –hoy lejanos– años noventa, cuando confiaba yo en el potencial humanizador y civilizatorio del DPI). Entonces para mí el DPI era, cierto, un orden normativo real; pese a sus derivas y a sus excesos, eran favorables para el bien de la humanidad su existencia y su desarrollo; resultaban beneficiosos para la paz y la amistad entre los pueblos. Sólo que, siendo un orden normativo propio y separado, no se integraba en ninguna unidad sistemática con el ordenamiento jurídico interno. Apartados el uno del otro, poseía cada uno de los dos (el interno y el externo) sus propias pautas de creación y de revisión. La existencia de una obligación jurídica interna no creaba ninguna obligación –e incluso ningún derecho– desde el punto de vista jurídico-internacional; ni viceversa. La ley y, más aún, la constitución son independientes de cualesquiera normas jurídico-internacionales, ya sean consuetudinarias, convencionales o, ¡colmo de colmos!, derivadas (obra de comisiones, paneles, consejos, secretarías o cualesquiera otros órganos cuya legitimidad resulta de una delegación ilegítima).

En suma, incluso cuando yo era un verdadero creyente en el DPI (lo cual dejé de ser más tarde), en seguida me percaté de la insostenibilidad del monismo. No pueden quedar la deliberación pública y la potestad legislativa nacional supeditadas a decisiones de lejanas –a veces oscuras– comisiones que no tienen a su cuidado comunidad alguna ni toman sus decisiones para el bien público –dado que, en lo internacional, ni siquiera existe ese bien público.

Hoy se ha radicalizado mi dualismo (que, según he dicho, ya abracé en aquellos últimos años noventa, hará casi un cuarto de siglo). Porque actualmente soy muy escéptico sobre la juridicidad del DPI, por las razones que he aducido en este artículo. Aceptémoslo como una convención, respetada por mor de la conveniencia, pero bien deslindado, nítidamente separado del ordenamiento jurídico, que es el interno. El DPI no puede en ningún caso estar por encima del legítimo interés nacional, de la voluntad de los pueblos, de la soberanía estatal.

Isaiah Berlin y la contrailustración moralista (nuevo episodio del podcast)

Tras examinar más detalladamente las ideas centrales de Helvetius y el alcance de su discusión con Montesquieu, abordamos, punto por punto, las críticas que a Helvetius le dirige Iasaiah Berlin en su obra (inicialmente emitida por las ondas radiofónicas) de 1952, FREEDOM AND ITS BETRAYAL, críticas que considero en el contexto del inicio de la guerra fría, destacando varios aspeectos de la relevancia y la trayectoria personal e intelectual de Isaiah Berlin.
Este episodio acaba de perfilar el alcance de la controversia sobre si, para contribuir como filósofos a una mejora de la sociedad, estriba nuestra tarea en enseñar a la gente cuál debe ser su vida –para ajustarse a los valores auténticos– o bien dirigirnos al legislador (y a los aspirantes a futuros legisladores), abogando por una política legislativa favorable al pueblo (bonum publicum = bonum populi).

http://jurid.net/aud … a/2022-08-06_a03.mp3

Sabado, 30 de Julio de 2022

Helvetius y la predicación filosófica. Tercer episodio del Podcast

EL BIEN PÚBLICO, mi podcast, prosigue su andadura, a un ritmo semanal, sin interrupción estival.
Este tercer episodio viene consagrado a cómo el filósofo ético puede influir en la sociedad: no predicando a la gente en general para que se comporte bien, sino promoviendo un cambio de mentalidades que influya en la legislación.
Eso hizo la Ilustración, especialmente el enciclopedismo parisino, una de las fuentes culturales de la RevoluciónFrancesa.
En ella sobresale Claudio Adrián Helvetius, cuya aportación rescato en este episodio.
http://jurid.net/aud … e=2022-07-30_a02.mp3

Jueves, 28 de Julio de 2022

¿Qué pensar de la guerra rusoucraniana? 1ª Parte: EL DERECHO PÚBLICO INTERNACIONAL

DEL DERECHO INTERNACIONAL A LAS RELACIONES INTERNACIONALES

Lorenzo Peña

Cuando, en el año lectivo 1998-99, cursé la asignatura de Derecho Público Internacional, DPI, me resultó la más atractiva y filosóficamente estimulante de cuantas había seguido hasta entonces. (Me refiero a la licenciatura en Derecho, cursada en la UNED de 1997 a 2004.) Y durante cierto tiempo seguí encandilado con su temática. Eran cinco los motivos de ese afecto.

El primero es que esa materia enseña que en el derecho la ley no es la única ni siempre la principal fuente; que hay muchas normas jurídicas que emanan de otras fuentes, como son los principios universales, la costumbre (que es vinculante cuando, habiendo alcanzado un cierto arraigo, las conductas ajustadas a la misma se han llevado a cabo con la opinio juris seu necessitatis, o sea con la convicción compartida de que, al atenerse a ella, se actuaba en virtud de una obligación, no de una mera rutina).

Esa pluralidad de fuentes venía, en cambio, un tanto opacada o empañada en otras asignaturas, que se impartían bajo la hegemonía ideológica del positivismo jurídico, en su versión más pura y dura, el legalismo, que desearía suprimir del derecho cualquier fuente salvo la ley –o sea el promulgamiento del legislador; cierto que hasta los más estrictos positivistas se percatan de que, si nunca el puro legalismo ha sido un modelo adecuado para el derecho, hoy lo es menos, no quedándoles más remedio que: (1) –así sea a regañadientes– admitir la pluralidad de poderes legislativos en conflicto (eso en el orden jurídico interno); (2) reconocer la penetración del derecho internacional en el derecho interno (que simplísticamente resuelven abrazando el monismo –mientras que yo en seguida profesé el dualismo y lo sigo profesando); y (3) conceder que, expulsada la costumbre por la puerta, ha vuelto por la ventana (ya que el derecho mercantil actual le restituye un papel signficativo en la determinación de las reglas jurídicas aplicables por los tribunales y, sobre todo, por los jurados arbitrales).

Desde luego nadie duda de que la costumbre y hasta (en alguna medida) los principios universales del derecho son fuentes positivas, o sea puestas por un poder legiferente, que es el cúmulo de los propios justiciables –en lugar de ser una asamblea deliberativa o un autócrata. Sin embargo, su admisión como fuentes del derecho resquebraja algunas de las ventajas que suelen esgrimirse a favor del positivismo jurídico .

El segundo motivo de mi querencia al DPI es mi profundo pacifismo. Justamente en esa asignatura aprendí la sinuosa evolución jurídico-internacional en el problema de la guerra y la paz. Mientras el derecho público de la cristiandad estuvo bajo la égida de la doctrina católica (profesada, ciertamente, con muy dudosa y escasamente sincera convicción), oficialmente se reconocía la diferencia entre guerra justa y guerra injusta, habiéndose consagrado al tema de la guerra y la paz muchos grandes tratadistas, especialmente Vitoria y Grocio, pero también Leibniz.

En la práctica, esos principios del derecho cristiano y canónico que condenaban las guerras injustas carecieron de efecto pacificador, porque los soberanos siempre hallaban pretextos para sus agresiones y, además, porque incluso la aceptación de boquilla de la preceptividad de la paz, lejos de constituir –ni siquiera sobre el papel– la única o suprema norma de las relaciones internacionales, coexistía con normas contrarias, como la legitimidad de la conquista y de la expansión territorial.

A ese tiempo sucedió otro (desde el siglo XVII) en el cual se abandonó completamente el distingo entre guerras justas e injustas. Cada estado lícitamente determinaría si una guerra era justa o injusta desde sus propios intereses, sin tener que justificarse ateniéndose a principio alguno del derecho internacional. Eso dura hasta finales del siglo XIX. Paradójicamente, entre 1899 y 1945 –ese amargo período de dos guerras mundiales muy próximas entre sí– prodúcese en los espíritus y en el propio DPI una evolución (en parte como reacción a aquella doble tragedia) que, de las dos conferencias de La Haya conduce a la Carta de la ONU, con una progresiva ilegalización de la guerra (salvo cuando sea defensiva). Volvíamos a la diferencia entre guerra justa e injusta, pero ahora con expresa prohibición de toda legalización de la conquista y de cualesquiera otros principios hasta entonces admitidos, como el interés nacional (interés que permitía la expansión territorial, como la que esgrimía Luis XIV en sus guerras de conquista, frente al cual Fénelon exclamará “De proche en proche, on ira jusqu’à la Chine”).

En ese sentido resultábame magnífico que la Constitución de la República Española de 1931 renunciara a la guerra como instrumento de política, lo cual no ha hecho, en cambio, la actual constitución monárquica de 1978.

Aquel año 1999 fue el de una nueva guerra de agresión de la NATO para destrozar y fragmentar a Yugoslavia (lo poco que quedaba de ese país, previamente atacado y desmembrado en el conflicto de Bosnia). En el año 99 el pretexto fue apoyar a los separatistas albanos de Cosovo, comarca serbia con mayoría albanófona. Esos separatistas se habían levantado en armas, aduciendo viejas reivindicaciones irredentistas, que se remontaban a las guerras balcánicas de 1912-13 –e incluso a un conflicto étnico de muchos siglos atrás. Mi estudio, principalmente, de Vitoria y Grocio me hizo comprender que, cualesquiera que fueran la justicia o la injusticia de las pretensiones de unos y otros en ese conflicto interno, nunca podían justificar una guerra desde el extranjero. Vitoria es claro, condenando las guerras de conquista españolas en las Indias: aquellos pueblos estarían mal gobernados, sus autoridades serían inicuas y opresivas, pero no eran gentes que vivieran en la barbarie. Ni siquiera la práctica del canibalismo justificaba atacar a esos estados. Las violaciones de derechos humanos fundamentales nunca son –de suyo y por sí solas– motivos válidos de intervención dizque humanitaria, porque los males de la guerra son siempre mayores.

Además, no sólo era la segunda guerra contra Yugoslavia esa agresión de la NATO, sino que, además, su pretexto –la presunta limpieza étnica y el genocidio antialbanés de que infundadamente la prensa occidental venía acusando a las aurtoridades yugoslavas– se reveló mendaz en cuanto las tropas occidentales ocuparon el terreno. Enorme desilusión fue para los periodistas (mejor dicho, propagandistas de la doxa oficial occidentalista) rastrear los campos cosovares sin hallar para nada las presuntas fosas donde estarían enterrados decenas de millares de albaneses exterminados por Milósevich, según lo habían proclamado al unísono todos los medios occidentales machaconamente.

Al margen de esa calumnia, lo esencial era el principio mismo. En el derecho internacional únicamente es lícita la guerra defensiva. Y ésa de 1999 era ofensiva.

Habían venido precedidas las dos guerras de la NATO contra Yugoslavia por dos guerras emprendidas por los Estados Unidos y sus aliados occidentales: Somalia (1992-93) e Iraq (1991); unos años después, Afganistán –una guerra de conquista que ha durado cuatro lustros, saldándose en la derrota occidental.

Más tarde vendría la nueva agresión antiiraquí de 2003. En algunas de esas guerras los occidentales adujeron su presunto carácter defensivo, como legítima defensa en el caso de Afganistán y guerra preventiva en el de Iraq. (Tales patrañas las he refutado en otros escritos; el lector puede buscarlos (accediendo a mis dos espacios web, “Bonum commune” [http://jurid.net] y “El bien público” [http://eroj.org].) Posteriormente, la guerra contra Libia más diversas intervenciones armadas.

Resumiendo, el pacifismo fue la segunda de las causas que me llevaron a profesar un gran afecto al DPI, pisoteado y conculcado por el Occidente una y otra vez (para no hablar ya de los satélites del Occidente como Israel).

Pero hay algo más, que he de señalar a este respecto. Al optar, hacia 1994-96, por imprimir a mi carrera académica un giro jurídico (mientras que, hasta entonces, mi itinerario discipllinar había venido consagrado a la lógica y a la metafísica, principalmente), hícelo convencido de que lo que puede mejorar la sociedad es el derecho; que, si el filósofo quiere no limitarse a teorizar, sino que, además, aspira a devolver a la sociedad algo que le sea útil y que ella pueda absorber y aprovechar, lo mejor es desarrollar doctrinas sólidas y racionales, capaces de fundar el derecho y de perfeccionarlo. La lucha por el derecho (célebre obra de Ihering, Der Kampf ums Recht) convertíase así en tarea filosófica. Sólo que, en mi caso, eso implicaba también rebatir el positivismo jurídico, rehabilitando el derecho natural.

La juridificación positiva de la obligatoriedad de la paz –obligatoriedad que siempre había existido en el derecho natural, mas no siempre en el positivo– iba en esa dirección, erigiéndose para mí en una tarea práctica, a la cual contribuí cuanto pude (en una época de mi vida en la cual, no sólo gozaba aún de mayor vigor que ahora, sino que vivía en un entorno cuyas mentalidades eran diversas de las actuales, nada propicias para tales luchas).

El tercer motivo por el cual me sedujo –con especial fuerza atractiva– el DPI fue que condensaba y expresaba, de manera particularmente límpida y explícita, principios básicos del derecho, como el de confianza legítima, que no figuran con claridad en las exposiciones de otras materias jurídicas. Ese principio nos obliga a no ir contra los propios actos. En el DPI es el del “estopel”: ningún estado puede, legítimamente, dar un viraje a su política exterior (e incluso interior, si repercute en la exterior) cuando, en virtud de sus propios actos precedentes, ha generado en otros estados una expectativa razonable, la cual se verá frustrada o amenazada por ese giro.

Otro principio iportantísimo en el DPI es el de que los pactos (y pacta sunt servanda) no son únicamente los tratados escritos, sino también los acuerdos verbales e incluso los compromisos no expresamente enunciados, pero sí manifestados por hechos, que generan una costumbre vinculante. Otro principio más es que no cualesquiera tratados son lícitos; en particular están prohibidos aquellos que se realizan en perjuicio de terceros, constituyendo para ellos una amenaza (o violando previos compromisos internacionales).

Mi cuarta razón para entusiasmarme con el DPI era que en él –a diferencia de lo que sucede en la impartición de las demás ramas del derecho– viene expresamente recnonocida la existencia de grados de juridicidad o de vinculatividad (grados de constreñimiento, podríamos decir): hay, de un lado, un jus cogens y, de otro lado, normas con menor grado de obligatoriedad o preceptividad. Así, p.ej., sin tener un mero valor de exhortaciones morales, sino poseyendo vigencia jurídica, están las grandes resoluciones y declaraciones de la ONU –como la Declaración universal de los derechos humanos de 1948–, que, no obstante, revisten menor fuerza constriñente que los tratados (en este caso, que los dos pactos internacionales de derechos humanos de 1966).

Mi quinto y último motivo de querencia al DPI era la noción de responsabilidad internacional. Cierto que no estuve muy de acuerdo con los tratadistas del DPI que sostienen que, en la responsabilidad internacional de los estados, no cuenta el principio de buena fe ni, por consiguiente, es pertinente la culpa, pues dizque los estados no incurrirían en culpa (ni en dolo ni en negligencia). Pienso que esa idea está ampliamente superada hoy, cuando (con fortísimas resistencias, cierto, de la doctrina mayoritaria) se admite, en el derecho penal, la responsabilidad criminal de las empresas y otras personas jurídicas, pues la culpa de los directivos se comunica –en determinados supuestos– a la persona jurídica que dirigen. Otro tanto sucede, a mi juicio, con los estados e incluso con las coaliciones de estados.

El principio de la responsabilidad internacional me hizo comprender que cada estado vive en una interconexión con los demás, no siéndole lícito adoptar cualquier medida de política interior o exterior que le plazca, afecte o no a estados vecinos. Ha de venir reparado el daño ilícito (p.ej. la contaminación ambiental), siendo legítimas las represalias.

Esos principios del DPI eran útiles para mejorar la vida colectiva de la humanidad; una comunidad inorganizada, cierto, pero no inexistente.

Lo óptimo sería una república planetaria, la respublica generis humani de Vitoria, pero el jus gentium posee una vigencia jurídica (jurídico-natural y hoy también jurídico-positiva). La sociedad internacional no está totalmente desorganizada, no es una jungla donde sólo vale la ley del más fuerte.

Frente a esa mi visión (de la cual hoy, en parte, me retracto, considerándola un tanto idealista), existía otra postura: la escuela realista de las relaciones internacionales, para la cual no hay una comunidad internacional, sino que el campo de las relaciones interestatales es el estado hobbesiano de naturaleza, donde la ausencia de un poder coercitivo determina que cada cual puede actuar según sus intereses, al menos vitales.

Ese realismo me resultaba un tanto repulsivo, viendo en él un justificador del imperialismo estadounidense, en particular, y occidental, en general; una amenaza a los progresos jurídicos de humanización y pacificación.

En aquel período mi gran ídolo era Georges Scelle, el teórico francés del DPI que había aplicado el solidarismo de Léon Bourgeois y Léon Duguit al terreno de la política exterior y de las relaciones internacionales. El descubrimiento del solidarismo había constituido para mí un enorme avance en mis ideas políticas y en mi ideario social durante los años noventa, ofreciéndome una alternativa más factible al socialismo marxista de mi juventud; lo cual no quiere decir que mis ideales se ciñeran a las metas trazadas por esos dos pensadores franceses. Para mí, cierto, el principio de solidaridad debería (a largo plazo, sin duda) avanzar mucho más allá, llegando, en última instancia, a anular la propiedad privada.

En la arena internacional, la solidaridad quedaría para un futuro más o menos remoto, el de una república terráquea, un mundo sin fronteras. De momento, estaba ese sucedáneo del DPI, que, a falta de solidaridad, imponía coexistencia pacífica.

Claro que yo no llegué nunca a comulgar del todo con G. Scelle, quien niega la soberanía nacional o estatal. Aunque ciertamente la noción de soberanía está en crisis (juzgándola hoy inútil o errónea muchos juristas), y aunque no resulta fácil deslindarla de la mera independencia, pensaba yo que negar la soberanía abría una brecha peligrosísima por la cual podría justificarse un nuevo tipo de agresión –que ya por entonces asomaba–: la presunta intervención humanitaria (posteriormente disimulada bajo el hechizo de la enigmática responsabilidad de proteger).

La soberanía difiere de la independencia en que ésta es negativa y aquella positiva. Un pueblo, una población, constituye un estado independiente en la medida en que no está subordinado a ningún otro ni a instancia alguna supranacional o supraestatal. Es soberano cuando está regido por unas autoridades que efectivamente ejercen su poder sobre el territorio, teniendo bajo su obediencia a los habitantes del mismo; la soberanía es el atributo que –primariamente incardinado en la propia población como un conjunto o cúmulo de todos los habitantes– radica, derivadamente, en aquellas instituciones a las cuales, según la costumbre del país, incumbe la tarea de legislar y gobernar; ése es su poder soberano.

Entre el DPI y las relaciones internacionales había y hay una dualidad. En España las dos áreas universitarias vinieron fusionadas, lo cual constituía un error según mi visión de aquellos años (entre los noventa del pasado siglo y el primer decenio del actual), puesto que yo veía las relaciones internacionales como un campo de estudio fáctico, no deóntico, no normativo, a diferencia del DPI.

La no normatividad era expresamente asumida y afirmada por la escuela realista (que yo entonces conocía mal, únicamente por el resumen de los manuales de DPI). Para esa escuela el DPI no es plenamente jurídico, porque, en la arena internacional, no existe una autoridad que norme. La soberanía de los estados no está, pues, sometida a normas supraestatales –ni siquiera interestatales. Esa escuela no dice que no deba existir una autoridad superior. Lo que dice es que, si un día se llegara a crear, sería un estado, una república planetaria; siendo perfectamente defendible moralmente que unos u otros alberguen ese deseo o esa esperanza para un futuro, mientras no se haya realizado, no hay, en estricto rigor, juridicidad internacional. En la medida en que la hay, emana de la voluntad de los estados, sujeta, pues, a las decisiones de éstos en aras de los valores superiores de sus respectivos ordenamientos jurídicos, el primero de los cuales es el de la supervivencia, la unidad y la seguridad del proprio estado.

He pergeñado, a grandes rasgos, mi posición de entonces en torno al derecho internacional. Sólo que, cuando abracé tales puntos de vista, aún no me había familiarizado –como lo haré años más tarde– con la filosofía política de Hobbes –que conocía desde mi lejana juventud, ciertamente, pero sobre cuya argumentación y fundamentación no había meditado suficientemente.

Será, pues, más adelante cuando modifique sustancialmente mis ideas sobre el DPI y las relaciones internacionales, en virtud de tres factores:

  • Por una parte, un atento estudio de Hobbes;
  • Por otra parte, una profunda reconsideración de las consecuencias doctrinales del dualismo que en seguida había abrazado (contra la corriente monista predominante).
  • Y, en tercer lugar, una meditación sobre los acontecimientos en la arena internacional.

En mis próximas entradas explicaré más esa evolución, empezando por aclarar en qué consiste la alternativa entre monismo y dualismo en el DPI.

Todo para desembocar en cómo juzgo, desde la perspectiva de la filosofía jurídica, el problema de la guerra rusoucraniana iniciada el 24 de febrero de 2022.

Miércoles, 27 de Julio de 2022

PODCAST “EL BIEN PÚBLICO”

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Sabado, 11 de Deciembre de 2021

Elogio del siglo XX. Primera parte

Elogio del siglo XX. Primera parte
(Comentario a Andrés Trapiello)
por Lorenzo Peña
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En su deliciosa biografía Las vidas de Miguel de Cervantes (1993, 2004, p.259) dice Andrés Trapiello:

[…] si don Quijote y Sancho […] hubieran vuelto a España en 1905, cuando se celebraba el tercer centenario de la publicación de su historia, habrían reconocido más o menos todo, porque España estaba aproximadamente en el mismo estado en que ellos la habían dejado, la gente se trasladaba de un pueblo a otro en caballerías o en tartana, no había luz eléctrica, ni coches, ni televisores ni bolsas de plástico en las cunetas ni sucursales bancarias.

Pero primero la guerra civil del año 1936 y luego el Plan de Estabilización de 1959, con el desarrollismo y el turismo, acabaron con la España cervantina de una manera terminante. No dejaron de ella absolutamente nada, y casi diríamos que leemos el Quijote hoy como leemos la Ilíada […] ambos libros nos hablan ya de mundos fatalmente extinguidos.

Trapiello es un genuino escritor a carta cabal, con una pluma cuidada, sutil y atractiva. (Cierto que suele haber en sus textos algo de desasosegante, un cierto nihilismo, un desengaño.)

Paréceme incurrir en tres exageraciones la cita que he reproducido.

He aquí la primera de ellas. El mundo de Cervantes no nos resulta tan extraño y ajeno como el de la Ilíada. ¡Ni remotamente! Homero cuenta una historia mitológica sobre un sitio legendario en unos tiempos de espeluznante ferocidad. Su mundo jamás existió; de haber existido, ya en la Grecia clásica y esclavista resultaba, como mínimo, arcaico —aunque, en verdad, ni siquiera eso.

Cervantes escribe en y sobre un país que sigue existiendo, España; en una lengua que seguimos hablando, el español; refiriéndose a comarcas, regiones, ciudades y pueblos que siguen estando ahí; con el transfondo del catolicismo tridentino, que continúa hoy (nominalmente) asumido por la mayoría de los españoles. Todavía persisten (sólo que, eso sí, a la altura de 2021, más marchitas que cuando —hace casi seis lustros— escribió su libro Trapiello) no pocas de las instituciones que Don Miguel daba por sentadas (p.ej. el matrimonio cristiano monogámico).

La segunda exageración de Trapiello radica en la presunta similitud de la España de 1905 con la de 1605. El escritor es víctima de un error óptico muy común, consistente en, mirando desde el avance técnico y las innovaciones costumbristas de nuestro tiempo, acercar demasiado dos tiempos pretéritos, subestimando la distancia entre ellos (no hablo de la cronológica, sino la atinente a la vida cotidiana).

La España de 1905 efectivamente tenía esos rasgos que enumera Trapiello (aunque, en realidad, ya había algunos automóviles y existía la luz eléctrica –todavía, cierto, apenas usada); mas en ella la mayoría de los viajes largos se hacían en ferrocarril (o en buque de vapor), las noticias circulaban con celeridad gracias al telégrafo, las imágenes quedaban grabadas en fotografías y en las ciudades como Madrid circulaban bicicletas y tranvías de mulas.

Las calles estaban empedradas y alumbradas (con gas); además los barrios disponían de alcantarillado. Iniciábase el suministro de agua a las viviendas (al principio sólo hasta el patio) —si bien, ciertamente, todavía en ciertos barrios el agua la aportaban los aguadores. Había periódicos, quioscos de lotería y cafés.

Gracias al tren, en el Madrid de 1905 se comía pescado. Sobre todo, la patata había pasado a ser base de la alimentación popular. Las conservas en lata habían aportado proteínas a las familias humildes. Había tenido lugar así una revolución culinaria.

Hubiera desconcertado a Cervantes la indumentaria de aquel Madrid de comienzos del novecientos (especialmente la masculina). Los avances de la industria textil habían cambiado los tejidos; la moda había alterado radicalmente la figura humana.

El hierro se había generalizado para muchos utensilios y el principal combustible ya no era la leña, sino el carbón.

En 1905 ya había equipos de fútbol y competiciones deportivas. Ya se iba a la playa en bañador. Muchos hombres practicaban la gimnasia. Impartíanse clases de esperanto. Estaban inventados (aunque no generalizados) el teléfono, el cinematógrafo y el gramófono. Muchas familias, incluso modestas, desponían de máquina de coser (de pedal o de manivela).

Otras diferencias entre 1605 y 1905 eran la inexistencia de la Inquisición, la prohibición del tormento (no siempre respetada del todo) y la ausencia de ejecuciones públicas. La censura de libros había sido abolida.

En la España de 1905 había templos protestantes (sometidos a una regla de discreción). También había jardines públicos, museos, bibliotecas, conservatorios de música y escuelas técnicas. Representábanse óperas y zarzuelas. Todo eso hubiera sido exótico e impensable para Cervantes.

Incluso en aquello que había permanecido, muchas innovaciones diferenciaban la vida a tres siglos de distancia. Los carruajes eran muy distintos e incluso las mismas caballerías se habían modificado por obra de la zootecnia. Los caminos de 1905 poca semejanza guardaban con los de tiempos de Cervantes. Los hoteles y restoranes de 1900 no eran como las posadas y los mesones de 1600.

Sin hablar ya de qué extrañeza habría sentido el gran alcalaíno al oír hablar del congreso y del senado, de liberales y conservadores (y socialistas también), de la oposición parlamentaria, de la constitución, de los mítines electorales y de las reñidas elecciones por sufragio universal (masculino y del cual estaban excluidos los jóvenes). Saber de partidos políticos, de huelgas y de sindicatos. O de la guerra ruso-japonesa, que concluía ese mismo año con la victoria nipona.

Además, el primer feminismo había dado pasos gigantescos. Las labores de oficina se habían feminizado (y la presencia femenina era masiva también en otros sectores de la vida laboral).

La tercera exageración de Trapiello consiste en minimizar la diferencia entre la España de 1905 y la de 1935, o sea la inmediatamente anterior al evento que, para él, marca el inicio de la España hodierna. Esa España de 1935 ya tenía una mayoría de población urbana. Había dejado de ser un país rural.

En la España de 1935 las caballerías (todavía presentes) iban quedando, más bien, como un residuo del pasado, desplazadas por la locomoción motorizada. Uníanse al ferrocarril los camiones, coches, autocares, autobuses, tranvías y metro. Estaban pujantes el alumbrado eléctrico, el teléfono, el cine y la radiodifusión (de onda corta o media). Ya algunos ricos empezaban a viajar en avión.

La moda vestimentaria se había modificado mucho más (principalmente la femenina), acercándose a la de hoy. La medicina contaba con rayos equis; los médicos recetaban sulfamidas y vitaminas. Practicábanse con anestesia las operaciones quirúrgicas. Los oficinistas tecleaban en máquinas de escribir y los secretarios tomaban notas en taquigrafía. Imprimíase la prensa con linotipias. Adornaban (o afeaban) los espacios públicos de las ciudades grandes carteles publicitarios (además de las señales luminosas). Muchas carreteras estaban asfaltadas. Los sonidos se difundían mediante altavoces.

En 1935 había mujeres parlamentarias y líderes políticos de sexo femenino. En España ya existía el sufragio igualitario de ambos sexos y la Constitución consagraba la total igualdad de derechos en el matrimonio.

No hay que olvidar otros adelantos sociales de la II República, como la Reforma Agraria (que estaba modernizando la vida en el campo, cuando fue cortada de cuajo por la sublevación militar de 1936) y las misiones pedagógicas, que llevaron la cultura y la lectura a las zonas rurales.

Cuando vemos documentales de los años treinta nos da la impresión de estar viendo nuestro mismo mundo, en lo esencial. (Claro que eso no deja de ser una apariencia.) Puede extrañarnos que hombres y mujeres caminen por la calle con sombrero y que el diseño de los automóviles carezca de las líneas aerodinámicas a que estamos habituados; son detalles.

Por otro lado, los hitos que apunta Trapiello (guerra civil y plan de estabilización) distan de ser todo lo significativos que él cree. La España de 1940 era mucho más arcaica y atrasada que la de 1935 (el PIB de preguerra sólo se recuperará a mediados de los cincuenta).

En 1935 los nuevos edificios de altura tenían ascensores (que se habían inventado a finales del siglo anterior, pero que sólo se generalizaron después de 1905). Alzábase, en la Gran Vía madrileña, el rascacielos de la Telefónica. Ya estaban empezando a generalizarse las motos (cuya importancia social irá en aumento, sobre todo en los años cincuenta, con los nuevos modelos italianos).

Muchos aparatos se fabricaban con acero inoxidable (inventado en 1916)

Saltando al año 1959, al arrancar el plan de estabilización, ya existían (más o menos generalizadas) la televisión y la cinta magnetofónica, las pilas eléctricas, la aviación comercial, la cinematografía en color; muchos hogares disponían de olla a presión, plancha eléctrica, aspirador, cocina de gas, batidora-trituradora, molinillo eléctrico del café, cafeteras exprés, cacerolas de aluminio, lámparas fluorescentes, relojes de pulsera, frigorífico (o, al menos, nevera de hielo), lavadora (de hélice —todavía no de tambor). Entre las novedades estaban el celofán, el esparadrapo, el scotch (celo), los autocolantes y las cremalleras (según las conocemos hoy).

Había llegado el gas butano. Con él empezó a generalizarse la ducha Muchos objetos caseros eran de plástico. Usábanse los nuevos materiales: baquelita, hule, formica, duralex, pírex. En ropa barata comprábanse prendas de nilón u otras fibras sintéticas. Empezaban a popularizar la música los discos de vinilo y los nuevos gramófonos («tocadiscos» se llamaron). También se empezaba a usar el bolígrafo. (La pluma estilográfica y el lapicero eran inventos anteriores, pero, desde luego, no de los tiempos de Cervantes.)

Otros muchos inventos habían abierto a amplias masas posibilidades antes insospechadas. Existían multicopistas (no sólo ampliamente utilizadas en las Facultades para imprimir poligrafiados –frecuentemente apuntes de clase–, sino, principalmente, el instrumento idóneo para la propaganda de organizaciones clandestinas, que no podían acudir a la imprenta)

La medicina había sufrido otra revolución gracias principal, no únicamente, a los antibióticos y a las vacunas (p.ej. la antivariólica). Ya existía la cortisona. Empezaban a descubrirse los antidepresivos (el anafranil). La esperanza de vida había aumentado considerablemente. Ya se acudía a nuevos tratamientos oncológicos (radioterapia y quimioterapia).

Las costumbres habían sufrido también una importante evolución. Si el desenlace de la guerra civil en 1939 marcó una brutal marcha atrás, la asfixiante imposición de obsoletas pautas de conducta no resistió la erosión del espíritu de los tiempos.

Al campo ya habían llegado los insecticidas, los fertilizantes químicos y la maquinaria agrícola. Su uso estaba aún poco difundido en el agro hispano, muy atrasado con respecto al de otros países más industrializados.

Iba extendiéndose la enseñanza media. Asimismo estaban comenzando a crecer las Universidades. Sobre todo en algunas carreras, ya era femenina una parte no desdeñable de su alumnado. Ya existían las vacaciones pagadas, la seguridad social y el seguro de vejez (la jubilación).

Todo eso, antes del plan de estabilización e independientemente de él. Dicho plan de momento acarreó un retroceso, con la ruina de miles de empresas que no pudieron aguantar aquel estrujamiento. La salida fue la emigración masiva. Unos dos millones de trabajadores españoles emigraron a Europa. (Entre ellos muchos braceros agrarios.)

Ciertamente lleva razón Trapiello cuando dice que, en los seis lustros que separan 1960 de 1990, tuvieron lugar hondos y amplios cambios en la vida cotidiana en España. (En qué medida sea a causa de los planes de desarrollo y del incremento del turismo habría que investigarlo.)

Generalizáronse los adelantos recién reseñados —que dejaron de ser patrimonio de una minoría urbana de clase media para arriba. Llegó el coche popular (el seiscientos). Muchos hogares españoles —acaso la mayoría— se iban de veraneo varias semanas. Llenáronse las playas. Surgieron los nuevos emporios costeros del Levante.

Entraron en nuestras vidas los anticonceptivos hormonales, que revolucionaron las relaciones sexuales. De la TV en blanco y negro se pasó a la de color. Vinieron los vídeos (cinta magnetoscópica), las grabadoras, las reproductoras de música en cassette, el disco compacto musical, las radios de frecuencia modulada estéreo, las cadenas de sonido de alta fidelidad, las fotocopiadoras, las almohadillas eléctricas, las cámaras fotográficas en color. Llegaron los transistores y las máquinas de escribir eléctricas, la calculadora de bolsillo (1967) y el fax (1987).

Se pasó de los aviones de hélice a los de propulsión, a la vez que se abarataban y popularizaban los viajes aéreos.

No poca alteración en las compraventas causó el surgimiento y la generalización de la tarjeta de pago.

Y paso por alto los avances en la producción alimentaria, gracias a la revolución verde, que había comenzado tras la II guerra mundial —tal vez la causa principal de la mejoría en la cantidad y calidad de vida.

La vida, decididamente, había cambiado. En parte, por el crecimiento económico (dejando de lado en qué medida hubiera estado propiciado el cambio por los planes gubernamentales, acertados o desacertados). Mas, principalmente, por el progreso técnico, por los inventos.

Trapiello escribe en 1993. ¿Cómo ha cambiado la vida en los últimos 28 años? Pienso que por lo menos tanto como en el treintenio precedente.

En 1993 ya existían el teléfono móvil y las computadoras, pero su uso estaba aún relativamente poco generalizado.

Nos ha cambiado la vida el cuarentenio que va de 1981 a 2021:

  • las nuevas prótesis dentales y quirúrgicas;
  • las nuevas lentes;
  • los tratamientos de rayos láser y otros afines;
  • los TAC, las resonancias magnéticas y demás instrumentos de diagnóstico;
  • los nuevos aparatos ortopédicos y similares;
  • las nuevas computadoras, con sus desarrollos: el ordenador portátil, el CD-DVD regrabable, las impresoras láser y las llaves USB (que nos dan ocasión de intercambiar, unos con otros, documentos y otros ficheros);
  • el smartphone (con sus múltiples aplicaciones, entre ellas la escrutación de documentos y la fotografía, sin necesidad de las más engorrosas cámaras fotográficas);
  • el internet —con sus corolarios del libro digital, la comunicación telemática, el correo electrónico, el WIFI, los reproductores de MP3 y MP4, las redes cableadas de banda ancha mediante fibra óptica, los ficheros caseramente imprimibles en PDF, las redes sociales, los foros de discusión, las bitácoras (como lo es ésta misma, «Sic et non»), los motores de busca, los diccionarios en línea, los portales de vídeos gratuitos, el acceso telemático a películas y documentales y las compras sin desplazarse del propio hogar;
  • las comunicaciones vía satélite;
  • el horno de microondas;
  • el aire acondicionado;
  • el GPS;
  • el tren de alta velocidad;
  • las cámaras de videovigilancia (que, si bien no dejan a veces de hacer mal, es de esperar hagan más bien que mal).

Para no hablar ya de la robótica (todavía un poco en ciernes). Más, evidentemente, muchos otros inventos en los cuales ahora mismo no caigo. (Hasta los enchufes de la luz son distintos).

Bien. Son constataciones. Hemos de ver cómo todo eso se ha traducido en el aumento de la cantidad y calidad de vida. Lo dejo para una segunda parte de este artículo.

Adelanto un poco lo que diré. Hay muchas costumbres hodiernas que me repugnan. Mucho en las mentalidades y en la opinión publica de hoy que juzgo reprobable. No pocos aspectos de la cultura actual me causan irritación y desasosiego.

Sólo que por nada del mundo añoro el mundo de ayer. Éste era, para mí, mejor en lo que atañe a ciertos hábitos, a los planteamientos políticos, a la ideología, a los valores. Pero la vida humana era peor. Menos vida y peor vida. Hoy es mayor y mejor.

Sin nostalgia alguna por el pasado, hay que esforzarse por eliminar cuanto, en la cultura actual, hay de descarriado.

Sabado, 27 de Noviembre de 2021

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Jueves, 25 de Noviembre de 2021

Óbito y resurrección de la bitácora

Mi inexperiencia (más alguna falla del software) ha provocado hoy la defunción de la bitácora, pocos días después de su nacimiento.
Gracias a Dios, su contenido estaba respaldado, incluso los comentarios.
He podido así reconstruirla.
Los autores de los comentarios espero me perdonen que ahora sus nombres puede que no vayan ligados a su respectivo email.
¡Avísenme si he incurrido en error u omisión!

Propósito de esta bitácora

Yo, administador de esta bitácora, Lorenzo Peña y Gonzalo http://lorenzopena.es, abrí, años atrás, varios blogs,. A diferencia de esos previos foros, no se ceñirá a ninguna temática particular el presente canal de intercambio, diálogo y debate.

Podemos discutir de hechos de nuestra vida, asuntos políticos y sociales, históricos, religiosos, filosóficos, jurídicos, docentes, tecnológícos, literarios, científicos, o lo que sea. Con frase de Juan Valera se tratará de ideas expuestas «a vuelapluma».

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